Hitch 22 (2010), de christopher hitchens. una vida plena.

Publicado el 13 enero 2016 por Miguelmalaga


Una de las cosas que más me gustan de la estimulante autobiografía de Hitchens, escrita poco antes de su sorpresivo fallecimiento, es el tono que emplea para describir su realidad vital. El periodista británico, naturalizado estadounidense, expresa, no sabemos si en broma o en serio, la alta improbabilidad de la propia existencia, pero también que, una vez aquí, lo mejor es aprovechar para gozar de una vida plena, haciendo lo que te gusta. Y Hitch 22 es en buena parte un manifiesto acerca de todo esto. Hitchens viajó por todo el mundo como periodista, no tuvo reparo en cambiar muchas de sus ideas juveniles ni en polemizar con quien hiciera falta, incluso poniendo en peligro con ello alguna amistad sólida. Por ello no nos encontramos ante un autobiografía al uso, en la que el escritor narra cronológicamente su vida y milagros. Hitchens prefiere ir insertando sus experiencias personales con reflexiones ideológicas e históricas con distintos episodios de la segunda mitad del siglo XX que él tuvo la oportunidad de vivir de cerca.
Nacido inmediatamente después de terminada la Segunda Guerra Mundial, en una familia de clase media, su juventud estuvo marcada por el incomprensible suicidio de su madre y por el laconismo expresivo de su padre, que luchó durante toda la guerra en la Marina y no vio suficientemente recompensados sus servicios. A pesar de todo, Hitchens consiguió estudiar en Oxford y se aprovechó plenamente del ambiente elitista e intelectual de una de las mejores universidades del mundo. A pesar de su temprano pensamiento marxista, que le llevó a ser parte de una expedición de jóvenes que visitó el recién instaurado Estado comunista en Cuba, su experiencia en ese viaje y sus atentas lecturas a autores como George Orwell (su auténtico padre intelectual), le llevaron a establecer prevenciones frente a los conceptos absolutos que en demasiadas ocasiones acaban derivando en sociedades totalitarias. Pese a todo, jamás dejó de pensar que la lucha por mejorar las condiciones de vida de las clases más humildes era una de esas causas que realmente merecen la pena:
"Varios aspectos de esa Gran Bretaña hasta entonces oculta se alojaron en mi mente. En primer lugar, sus habitantes trabajaban sobre todo bajo tierra, como los morlocks de H. G. Wells. En segundo lugar, hablaban un idioma que no era inglés en casa y en la iglesia, y se consideraban conquistados y desposeídos como nación y oprimidos como clase. En tercer lugar, veían la huelga como un acto generoso de solidaridad y emancipación, y no como un «secuestro del país». En cuarto lugar —aunque no sé por qué lo pongo al final de mi lista—, concebían la educación y el aprendizaje como las avenidas que llevaban a una vida mejor para sus compañeros y para ellos mismos, y no como una cara forma de declararse superiores a quienes eran menos afortunados."
En las páginas de Hitch 22 el autor nos ofrece retratos de algunos de sus amigos, que son precisamente figuras intelectuales de gran relevancia: los escritores Martin Amis, Ian McEwan y Susan Sontag o el erudito palestino Edward Said, narra su extraño encuentro con Jorge Luis Borges en una Argentina tomada por la Junta Militar, pero sin duda el capítulo más emocionante es el que ofrece en tributo a Salman Rushdie, al que defiende a capa y espada como a un héroe de la libertad, frente a quienes se mostraban medianamente comprensivos con la indignación de una buena parte de los musulmanes. Su condena a muerte por aquel iluminado de Irán, uno de los episodios más infames del siglo XX, no fue seguida por el cierre de filas que hubiera sido necesario en Occidente para hacer frente al totalitarismo religioso. Hitchens elogia a su amigo y se coloca a su lado en sus peores momentos con estas encendidas palabras:
"Si hay que defender la literatura y la ironía hasta la muerte, está bien tener a un individuo soberbiamente leído e irónico como ejemplo. No puedo recordar un momento en que dijera o hiciera algo grosero, levantara la voz indebidamente o respondiera a la altura de los que se burlaban de él o lo acosaban."
La de Christopher Hitchens se nos muestra como una vida dolorosamente breve, pero gozosamente plena. Pudo viajar, ser testigo de conflictos como el de los Balcanes o las dos Guerras del Golfo, conoció de cerca a personajes históricos y jamás dejó de decir lo que pensaba, incluso cuando defendió posturas tan impopulares como la invasión de Irak en 2003 (algo que dedica un capítulo a justificar, describiendo las terribles condiciones de vida bajo Saddam Hussein). También aprovecha siempre que puede para arremeter contra la ideología religiosa, algo lógico viniendo del emblemático autor de la extraordinario ensayo Dios no es bueno
Es curioso (y el autor, extrañamente, parece profetizar sobre ello en uno de los pasajes del libro) que Hitchens terminara de escribir su autobiografía precisamente pocos meses antes de que le diagnosticaran la enfermedad que le llevaría a la tumba y de cuya existencia él no sospechaba en ese momento. En cualquier caso el autor de Amor, pobreza y guerra ha dejado un legado muy valioso. Las últimas palabras de Hitch 22 bien podrían ser consideradas su epitafio y un resumen de su actitud ante la vida, de las que podríamos extraer valiosas lecciones: 
"A lo largo de la última década, he sido vívidamente consciente del desafío literalmente letal de la clase de gente que opera con certezas absolutas y se cree impulsada y justificada por una autoridad superior. Haber pasado tanto tiempo aprendiendo relativamente poco, y que gente que ya lo sabe todo, y que tiene toda la información que necesita, amenace todos los aspectos de mi vida… Aún es más deprimente ver que, frente a este asalto feroz, muchos de los mejores carecen de toda convicción y dudan a la hora de defender lo que posibilita su existencia, mientras que los peores están llenos de brío y hierven de exaltación asesina.
 

Es una tarea ímproba combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que, sí, los de nuestro lado también tenemos convicciones inalterables y estamos dispuestos a luchar por ellas. (...) Pertenecer a la tendencia o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. La defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo, y me siento absurdamente honrado cuando la mente pública me agrupa con grandes profesores y estudiosos como Richard Dawkins (...), Daniel Dennett y Sam Harris. Ser no creyente no solo significa poseer «una mente abierta». Es, más bien, una admisión decisiva de incertidumbre, que está dialécticamente conectada con el repudio del principio totalitario, en la mente y en la política."