Dentro de este retrato amable y cercano de Hitchcock, también hay espacio para ese mundo interior del director (sádico, sátiro y celoso). El lado más sádico e impenetrable se produce en la magnífica dualidad que se representa a través del personaje de Whitfield Cook, un alter ego de sus obsesiones más profundamente inconfesables y fuente de inspiración de su lado más perverso. En cuanto a lo sátiro, y quizá lo más obvio, somos cómplices de sus deslices fantasiosos acerca de las mujeres rubias a través de su actrices, fotos e indiscretos agujeros en la paredes que nos muestran a ese Hitchcock juguetón y finalmente inofensivo, que si es más punzante en su faceta de marido celoso.
Sin embargo, lo más importante de toda la película, y del retrato del director, es su faceta de gran observador. Su mente es como un ojo que todo lo ve, y no sólo lo exterior sino también la parte más profunda y oscura del ser humano, de ahí su éxito. Esta característica, sin duda sublime de Hitchcock, está muy bien retrata tanto en las escenas donde le vemos observar y espiar, como en la mirada que nos brinda un Hopkins inmenso en las gesticulaciones y en la forma de interpretar al mito. Una muestra de inteligencia actoral que tiene un más que fructífero estímulo en una no menos inteligente Helen Mirren, que sabe dominar y comerse al mito, para proporcionarnos de este modo, una visión mucho más amplia del maniático y obsesivo Hitchcock, que a la vez que genial, fue un magnífico representante de las pasiones y debilidades del ser humano.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.