Hitler, un enigma evidente

Por Mneudecker77 @mneudecker

En 1939 Salvador Dalí pintó la obra “El enigma de Hitler”, un cuadro que le valió su expulsión del movimiento surrealista y que trataba de plasmar la angustia y lo impredecible de los acontecimientos que se estaban sucediendo en Europa. En ese momento todavía había muchos que se negaban a comprender que el mundo se dirigía hacia el desastre solamente veinte años después del fin de la Primera Guerra Mundial. Visto en retrospectiva, el enigma de Hitler no lo fue tanto.

La obra de Dalí transmite angustia, pesimismo, miedo. Algo malo va a ocurrir. Una tormenta se avecina desde el mar y un perrillo solitario en la playa observa cómo se acerca. Nadie hace nada, no se toman preparativos ante el temporal que es inevitable, más bien hay resignación, tristeza.

Un gran plato vacío llena la mitad del cuadro. Dentro de él unas pocas judías, ¿preludio de la escasez y del hambre que se avecina? No habrá nada que comer. Espera el sufrimiento y la guerra. No hay alternativa.

Encima del plato, un enorme teléfono negro ocupa la centralidad de la obra, es el protagonista. Es un teléfono extraño. En un extremo una gran lágrima sale del auricular mientras en su extremo se ha convertido en una pinza de cangrejo. El teléfono yace inútil, con el cable cortado, sobre una rama de olivo seca, muerta. Representa la esperanza de paz frustrada, arrancada de raíz. Una paz que se pretendía mantener a través de unas conversaciones que se tornaron en inútiles, en una quimera.



"El enigma de Hitler" de Salvador Dalí, Centro de Arte Reina Sofía.

Todo el mundo quería la paz, pero ésta se volvió imposible porque una persona no quiso. Nadie contaba con la fuerza de su voluntad. Una voluntad que quería imponer su ley al mundo entero, una ley que sancionaría una dinámica de amos y esclavos por criterios raciales. En su mente ya había un plan que se estaba cumpliendo, un plan que para el resto seguía siendo un enigma. Esa persona era Hitler y la guerra era su deseo. Dalí le pintó en el plato. No habrá judías, pero sí una imagen del dictador.

1938, el año del principio del fin

Durante el año 1938 Adolf Hitler consideró que había llegado el momento de expandir su imperio. Desde 1936 su ejército ya estaba interviniendo activamente en la Guerra Civil Española. Sus soldados y cañones lucharon a las puertas de Madrid y sus aviones de la Legión Cóndor habían reducido a cenizas la ciudad vasca de Guernica y a su población civil.


El primer ministro Neville Chamberlain

Sin embargo, en 1938 sería él, el Führer, quien impondría la agenda al resto del mundo. En marzo de ese año los primeros en caer fueron los austriacos. Este pequeño país alpino, desgajado de su imperio centenario otrora poderoso y remido, era una víctima propicia para el expansionismo alemán. De hecho, la mayoría de los austriacos veía con buenos ojos su incorporación a una “gran Alemania” (Grossdeutschland). El propio Hitler era uno de esos austriacos. Así pues, este pequeño país no ofreció ningún tipo de resistencia cuando fue anexionado (Anschluss) a Alemania. Incluso los propios socialdemócratas votaron a favor. Pocos días después se arrepentirían.

Austria fue la primera. Las potencias del momento, las vencedoras de la Primera Guerra Mundial Francia y el Reino Unido, no hicieron nada. Es más, aceptaron y comprendieron la anexión. Para ellos no era más que un asunto entre alemanes. Era el momento de la política de apaciguamiento (appeasement) con respecto a Alemania dirigida por el primer ministro británico Chamberlain y seguido servilmente por la débil Francia. Esta política estaba poniendo contra las cuerdas a la democracia española frente a los golpistas fascistas y ya había entregado Austria a Hitler. Sólo era el principio.

Múnich: la mayor vergüenza


Una checa obligada a saludar a los nazis

En el verano de 1938 comenzó la siguiente fase. Los sudetes eran alemanes que vivían en Bohemia desde hacía cientos de años y que desde la independencia de Checoslovaquia en 1918 vivían en minoría. Nunca existió una verdadera asimilación con los checos –muy influidos por su animadversión tras siglos de dominio alemán- lo que fue utilizado como excusa por los nazis.
De pronto surgió un movimiento nacionalista alemán en los sudetes que, instrumentalizado por los nazis, comenzó a actuar contra el gobierno de Praga y a provocar represalias. Éstas eran magnificadas por la propaganda alemana y servía para justificar el siguiente paso: la amenaza a Checoslovaquia. Hitler se erigió en defensor de los sudetes y amenazó a Praga con la guerra. Las condiciones eran inasumibles, ya que significaba la pérdida de soberanía del pequeño país eslavo. La guerra parecía servida.  

Sin embargo, ni ingleses ni franceses estaban dispuestos a un nuevo conflicto europeo después de 1918. Tras una serie de viajes y entrevistas de Chamberlain con Hitler se convocó a una conferencia en Múnich con el objetivo de aclarar las cosas. La consecuencia fue una de las mayores vergüenzas de las relaciones internacionales de la historia: Checoslovaquia, que ni siquiera estaba invitada, debía ceder los territorios de los sudetes a Alemania, un porcentaje importantísimo de su territorio, de riquezas y la línea defensiva contra el Tercer Reich. La alternativa era la guerra, pero por culpa checa y sin el apoyo de ingleses y franceses. La víctima se había convertido en culpable. Sin alternativa, Checoslovaquia tuvo que ceder.

Hitler había ganado sin disparar ni un solo tiro. Pero estaba disgustado. La condición de este éxito era que no pidiera nada más, el fin de la expansión. Pero Hitler quería la guerra, arrasar Europa e imponer su ley y su visión racial y maniquea del mundo. Alemania le aclamaba como su mayor líder de todos los tiempos no tanto por haber creado un imperio, sino por haberlo hecho sin guerra. Hitler estaba furioso, él quería luchar.

Salvador Dalí

En 1939 este deseo se convirtió en realidad. En marzo, un año después de Austria, conquistó el resto de Checoslovaquia también sin disparar. La simple amenaza de aplastar a este pequeño país indefenso fue suficiente. El siguiente en la lista era Polonia. Gran Bretaña y Francia avisaron: una agresión sería la guerra. No habría más Múnich. Hitler no se lo creyó y el 1 de septiembre invadió a su vecino después de pactar la no agresión con su archienemigo soviético. Tres días después ingleses y franceses declararon la guerra.

La Segunda Guerra Mundial había comenzado y el enigma de Hitler se había resuelto. Un enigma que saltaba a la vista pero que nadie quiso ver hasta que ya era demasiado tarde. Dalí lo supo ver y la tormenta llegó a la orilla sin que nadie hiciera nada. El plato se quedó vacío y no hubo nada para comer durante años. Las ciudades se destruyeron y las personas murieron. Unos 60 millones hasta 1945 en el mundo entero.