La capital del País Vasco, Vitoria, tiene por alcalde a una anomalía para el nacionalismo dominante en la Comunidad: sus 241.000 habitantes están regidos por Javier Maroto, del PP, al que el PNV llama “el Hitler vitoriano” por afirmar que hay inmigrantes marroquíes y argelinos que rechazan trabajar y exigen vivir de las ayudas sociales.
Hitler no se limitaría a hacer tal afirmación, sino que exterminaría a los inmigrantes, y si no lo hizo fue porque entonces los emigrantes, muchos vascos entre ellos, iban a América.
Pero que el presidente del PNV de Álava, Xavier Aguirre, acuse a Maroto de ser Hitler es paradójico: Sabino Arana, el fundador de su partido, despreciaba a los españoles no vizcaínos tanto como Hitler a los “repugnantes gitanos” (a los judíos los temía; por eso exterminó los que pudo).
La reflexión de Maroto sobre esos inmigrantes le atrajo las simpatías de muchos vitorianos que, de ser franceses, estarían cerca de Marine Le Pen, no de Hitler, puesto que hay algunas diferencias entre ambos.
La razón es que buena parte de la población, por intuición sin pruebas documentales, se cree explotada, lo que de hacerse sentimiento mayoritario echará a perder su humanismo.
Otra cosa sería si Maroto demostrara con datos y nombres, con pruebas irrefutables que puede lograr, presentadas donde corresponda, que los contribuyentes, ya de por sí muy castigados, son explotados por ejércitos de vagos profesionales, inmigrantes o no, que los estafan aprovechando las leyes creadas para proteger a quien lo merezca.
Abusar de las intuiciones sobre inmigrantes crea una xenofobia lepenista que sólo puede evitarse con datos individualizados probados sobre desaprensivos, presentando una solución razonada, pero también implacable, que defienda a los ciudadanos de quienes los explotan y desmantelan sus derechos obtenidos trabajando honradamente.
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SALAS