Hogueras a la intemperie

Por David Porcel
Los bosques cobijan, no fascinan. Limitan cualquier tentativa de exposición, o de exhibición. De repente la mirada del otro desaparece y ya estamos a solas con el Universo. Quizá entonces él nos escuche. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el Bosque? Irse al bosque, bañarse en él (Shinrin Yoku), emboscarse, son expresiones que denotan una misma experiencia. Una noche de niebla, cuentos de niños extraviados en el bosque, una melodía que no deja oír, lágrimas que se pierden en la lluvia, el último latido del enemigo, nos llevan al Bosque sin que hayamos reparado. De pronto, nadie nos llama ni sentimos la necesidad de saber la hora. Las ruedas dejan de girar y ya nada avanza. ¿Qué es el progreso sino una forma de intervenir en el movimiento?
El último grito en el Bosque puede ser de horror, pero también de paz y agradecimiento. Me imagino a los prisioneros liberados de la caverna danzando y alabando a la Belleza. Y a la diosa de Parménides agradecida de poder compartir con los hombres los tesoros del Ser. O al poeta a orillas del río cantando desde ultratumba a las jóvenes de la nieve blanca. Y me imagino el esfuerzo de emboscados por hacer del Bosque un lugar natural, y a errabundos en la ciudad de Benjamin haciendo hogueras sobre bañeras a la intemperie.

Poco importa saber orientarse en la ciudad. Pero perderse en la ciudad como quien se pierde en el bosque requiere aprendizaje. Los rótulos callejeros han de sonar como el crujir de las remas secas al errabundo, y las callejas del centro urbano han de señalar las horas con igual exactitud que las hondonadas del bosque. (Walter Benjamin)