Título: «Hojas de Madrid con La Galerna» Autor: Blas de Otero. Edición de Sabina de la Cruz. Editorial: Galaxia Gutenberg. Páginas: 397. Precio: 22 euros.
Durante 30 años el anuncio de la publicación de estos libros, siempre desmentido, dio que hablar en los corrillos literarios. De los 306 poemas de Hojas de Madrid con La galerna, apenas un centenar había aparecido disperso en antologías y revistas. Y en los años noventa, La galerna figuraba como segundo título de una colección, Prensa de la Ciudad, que inauguró Agenda, de José Hierro. Pero de nuevo, razones ocultas que se han convertido en especulaciones sobre el rigor de la albacea para no deformar la imagen del poeta, impidieron la publicación.
La lenta recuperación de su obra nos ha dado un Blas de Otero reducido a los planes de estudio: el poeta “desarraigado” de sus libros de posguerra (reunidos en Ancia) y el poeta social de su trilogía iniciada con Pido la paz y la palabra. Un escritor que escribía “como hablaba” (con la difícil sencillez de quien corrige mucho), amante de una tradición viva (del Cancionero a Machado) y activista de la palabra contra la dictadura. El poeta que escribía para un pueblo que no leía poemas. Pero Otero fue un autor más complejo que jugaba a perderse (por el terreno y por la literatura) para enriquecer una de las voces más reconocibles de la poesía española. Vagabundeo que no ha ayudado a la simplificación de un corpus.
Precisamente de vuelta de uno de sus viajes, de su regreso de Cuba donde se había casado y había vivido tres años, surge Hojas de Madrid. El primer poema anuncia el tono seco de todo el libro: “En una clínica./Recién operado en una clínica, fumo, me peino, pienso/en nada”. Le han extirpado un tumor y la poesía se convierte en un diario descarnado de su recuperación.
Como en algunos de los mejores poemas del siglo XX (los textos finales del italiano Eugenio Montale o la obra del argentino Joaquín Giannuzzi, ambos tocados por la muerte), la poesía pierde la retórica: aquí se cuela el día a día sin idealizar, sus viajes, mítines, las noticias de la guerra de Vietnam, la memoria, los barrios de Madrid, una sinfonía de Schubert. Una cotidianeidad con el acento de la enfermedad (“la maldita insulina”), de un duro divorcio (“aquella muchacha que se casó conmigo,/un poco mulata y muy sentimental”) y la promesa de un nuevo amor con Sabina de la Cruz.
En esta autobiografía psíquica en verso destaca La galerna, que toma su nombre de un temporal del Cantábrico y se convierte en una crónica de las depresiones, que acompañaron a Otero desde su juventud, y de la difícil relación entre la vida y la literatura: “Doloroso es escribir/como vivir.”
En sus últimos años, Ángel González señalaba la importancia de Blas de Otero para la poesía de los setenta, aquella que por su experimentalismo parecía más alejada de la poesía social. Contaba que algunos poetas, como José Ángel Valente y Alfonso Costafreda, ambos exiliados en Ginebra, se alojaban en casa de Otero cuando venían a España, como tantos poetas y militantes comunistas de todo el mundo. Tenía una rara generosidad, además de un carácter excéntrico, y al parecer, a su regreso a Ginebra, una burla cruel de Valente enfrió su amistad con Costafreda, que no perdonó la falta de gratitud hacia el maestro.
Pero si González citaba a ambos poetas, que quedarían como fundadores del minimalismo expresivo, de la palabra que hiere en su brevedad, es porque La galerna y Hojas de Madrid, leídos hoy, reescriben la historia de la literatura española y anuncian esa fértil escuela marginal. Una escritura al sesgo, dañina y lírica. La actitud moral de una voz que se sobrevive a sí misma, dice poco, y espera su momento.
Fuente: Público.es.