Homenaje a Kurt Cobain: un poema de El bar de Lee

Publicado el 10 abril 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Hace unos días fue el aniversario de la muerte de Kurt Cobain (20-2-1967 / 4-4-1994). Me resultó sorprendente darme cuenta de que ya habían pasado veinte años desde la mañana en que después de salir de marcha con mis amigos (era sábado o domingo) escuché en la televisión la noticia sobre el suicidio del cantante que había estado escuchando la misma noche anterior en los bares de Alcorcón (aquel día habíamos salido por Alcorcón). Como era de esperar lo convertí en un icono generación, y tengo todos sus discos comprados.
La música triste de Nirvana la tengo muy asociada a los tres años que pasé en la facultad de CC. Físicas (1992-1995), años de no muy grato recuerdo.
Una frase me llamó esta semana la atención: Kurt Cobain murió sin haber navegado nunca por internet. y empiezo ya a entender el tango Volver de Gardel: "que veinte años no es nada", y esto quiere decir que me hago irremediablemente mayor.

Siempre me encantó su chaqueta de lana.


Dejo aquí hoy, como homenaje, uno de los poemas de El bar de Lee, donde hablo explícitamente de Nirvana
MECÁNICA Y ONDAS
Mesas arañadas y resbaladizos peldaños, me desprendí del examen antes de tiempo, la mente embotada y el martillero punzante de una canción de Nirvana en la cabeza, sin tregua sobre los folios en blanco (porque el tiempo de Einstein también fue para mí el tiempo de Nirvana) …come as you are, come as you are
Angustiado, vertiginoso, con esquinas de filos muy agudos al girar la vista, salí al remanso del pequeño parque entre las facultades de ciencias. No tomé el metro a casa, fui hasta Recoletos, quería ver la exposición al aire libre con las estatuas de Botero. Adentrándome en el césped, me moví alrededor de las rechonchas figuras, toqué curvas de alegres gigantas, despreocupadas y tónicas.    En la mañana de febrero calentaba el sol y la gente y los coches  pasaban ajenos a los hamiltonianos, a mi juventud ridícula y a los equilibrios estables e inestables, más allá de las integrales de delirantes cambios de ánimo y variable.
Había estado días (meses) inmóvil en la silla de mi cuarto, sabiendo que no podía aprobar, pero consciente también de la imposibilidad de eludir el parvo rito de las horas de estudio. Me asfixiaba al correr y mis perseguidores iban a darme alcance: tras el extravío de las sábanas, por las noches se repetía. Sobre la silla de mi cuarto chapoteaba en la seca inutilidad de mis esfuerzos, peor aún: de mi fingir y mi yo fraudulento.
Pero allí, en aquellos minutos -que retengo sobre este nuevo folio en blanco donde pretendo ser yo ahora  el que examine a la vida, a la que tuve— con los pies en el césped y el calorcillo de la mañana invernal, palpando las voluptuosas curvas de las relajadas mujeres de Botero, el sol derramado sobre el rostro, sé que conseguí imaginar que más allá de la pronta vuelta a casa, el ¿qué tal? de mis padres y de nuevo la silla de estudio y el esfuerzo inútil del impostor, podía existir para mí, todavía, alguna clase de equilibrio –aunque fuese inestable—en algún lugar                  de las malditas coordenadas del espacio.