(JCR)
“Como me imagino que no lo sabéis, voy a explicaros la diferencia entre los sacerdotes y los levitas”. Cuando escuché al cura pronunciar estas humildes palabras durante su homilía en la misa de ayer, en una iglesia de las afueras de Bangui, llevábamos ya media hora
Exultante de gozo tras haber recordado las distintas funciones de sacerdotes y levitas en el Templo de Jerusalén y convencido de que los feligreses que salían de la parroquia tendrían suficientes pensamientos para alimentar su vida espiritual durante el soleado domingo en la capital del segundo país más pobre del mundo, llegué a la casa donde me hospedo y salí con René y su mujer para coger un medio de transporte público que nos llevara a Radio Notre Dame, donde me habían pedido que participara por la tarde en un programa debate sobre la paz en la República Centroafricana. René tiene algo más de sesenta años y trabajó toda su vida en una imprenta hasta que hace tres años un accidente laboral le seccionó cuatro de los cinco dedos de su mano derecha. Desde entonces su principal tema de conversación es calcular cuándo le van a pagar la indemnización que le corresponde. Me sorprende cómo puede mantener la esperanza de pensar que va a poder cobrar algo en un Estado que no funciona y cuyos dirigentes sólo piensan en llenarse los bolsillos.
Había prometido a René que ayer domingo invitaría a él y su esposa a comer en un restaurante antes de ir a la radio. El buen hombre se reía con cualquier detalle que salía en la conversación e insistía en que Bangui es una ciudad muy bonita, lo cual ya es el colmo del optimismo. “Bienvenidos a Bangui la coqueta, ciudad florida”, dice un cartel que recibe al visitante a la salida del aeropuerto. Yo, aparte del jardín de alguna comunidad de monjas, todavía no he visto flores en la ciudad, y sí infinidad de montones (o mejor sería decir montañas) de basura en las calles y que no recoge nadie. Su nivel de insalubridad es alarmante y refleja la dejadez de unas instituciones que no sirven a los intereses de los ciudadanos.
Pero mi recuerdo de ayer me lleva al taxi colectivo en el que nos dirigimos al centro de la ciudad. El conductor llevaba puesta la radio y sonaba una canción en lingala cuya melodía recordaba haber oído bastantes veces. “¿Entiendes lo que dice?”, me preguntó la mujer de René. Como le respondí que no se ofreció a traducirme la canción.
“Habla de una mujer congoleña que perdió a su marido durante la guerra en Kisangani. Ella y su hija huyeron de allí y tras varios meses llegaron a Kinshasa, donde sobrevivieron vendiendo “makala” (carbón vegetal). La chica se lió con un hombre que no quiso saber nada de ella cuando se quedó encinta. Cuando llegó el momento de dar a luz la chica se encontraba muy mal y al llegar al hospital le dijeron que tenían que intervenirla por cesárea”.
Me doy cuenta de que he pasado de estar distraído a poner toda mi atención en lo que me cuenta. He escuchado muchas veces la canción, sin entender lo que decía, a pesar de lo cual me había seducido el soniquete triste de su cantante, una mujer de voz desgarradora y melodiosa.
“Entonces la chica se puso a llorar y le dijo al médico que sólo tenía 40 dólares y que no la dejara morir, pero el doctor y las enfermeras insistieron en que la operación costaba 500 dólares y que si no tenía dinero que se lo pidiera a su familia. “He huido de la guerra y mi única familia es Dios”, respondió la muchacha. El médico la contestó con una carcajada antes de volverle la espalda: “Pues dile a Dios que te dé los 500 dólares, que si es tu pariente seguro que te ayudará”. La joven se quedó tendida en una estera en un pasillo del hospital con su madre. ¿Sabes cómo acaba la canción? Pues que al final la chica dio a luz sola, el bebé nació sin complicaciones y los dos sobrevivieron, ya ves, sin necesidad de hacerle la cesárea”.
Siempre me ha gustado la música del Congo, aunque me ha dado la impresión de que sus letras eran bastante superficiales y versaban, por lo general, sobre temas amatorios bastante sensuales. Pero no me había dado cuenta de que algunas de sus canciones podían tocar directamente problemas tan dramáticos como el que acababa de escuchar.
“¿Sabes por qué nos gusta tanto esta canción? Porque es verdad lo que dice: si no tienes a nadie que te ayude, Dios es tu familia y a los pobres no nos abandonará jamás”.
De repente, mi mente volvió a la liturgia del domingo, la que hablaba de Jesús “enviado a traer la buena noticia a los pobres, a los cautivos la libertad y a los ciegos la luz”, me acordé del insufrible sermón del párroco que a pesar de durar 40 minutos divagó todo lo que quiso sin ir al grano del mensaje de liberación del evangelio, y pensé que la cantante congoleña –de cuyo nombre no se acordaban ni mis acompañantes ni el taxista- expresaba mucho más certeramente el mensaje de un Dios que interviene en favor de los últimos.
Por la noche, soñé que volvía a la iglesia donde estuve por la mañana y que, en el ambón, una mujer vestida de telas multicolores y con un peinado de trenzas se contorneaba mientras cantaba una historia sobre una muchacha que huía de la guerra y daba a luz en un hospital gestionado por médicos avariciosos sin corazón, sin ayuda de nadie, porque Dios estaba con ella. Los feligreses, puestos de pie, repetían el estribillo dando palmas y repitiendo emocionados que el Señor no olvida nunca a los pobres. René, a mi lado, golpeaba la palma de su mano izquierda con el muñón de la derecha.. En un rincón, sentado en una silla y atado con las manos en la espalda, se encontraba el párroco amordazado sin poder decir ni mu sobre Nehemías ni los levitas. Me desperté respirando de alivio mientras yo mismo tarareaba animado la canción, dispuesto a comerme el día que acababa de empezar.