Homo miser

Por Daniel Vicente Carrillo



Las bestias, irritadas, se dejan llevar del ímpetu y satisfacen al momento pasional, cuando sus fuerzas lo permiten; pero cuando pasa aquella emoción, olvidan al mismo tiempo que ella la ofensa y el ansia de venganza.
En cambio, el hombre, como para demostrar que no sólo se coloca por debajo del hombre, sino de la bestia, no se contenta con ceder a la pasión del momento: conserva en la memoria la ofensa, al que la infirió, a los amigos de éste y a sus familiares. Y eso no por un día, o un mes, o un año: sino por muchos años y aún generaciones.
Porque la ira, como dice un refrán antiguo, es la que envejece más tarde: traspasa las enemistades de padres a hijos, como en herencia: induce a la venganza: excita todas las fuerzas y propone todos los procedimientos para realizarla.
Parece que el hombre no ha recibido esas dotes sublimes por las que se diferencia de las fieras, sino para hacerse peor que ellas en lo mismo que las aventaja.
Por eso, a algunos les pareció que Cota, el personaje de Cicerón, iba acertado cuando culpaba a la razón de ser el instrumento de todos los crímenes y maldades. Sin embargo, bien pudo deducir que nuestra naturaleza se había apartado de su perfección.
Pues ¿y aquello de que la venganza no se limita al que ofendió, sino que se extiende a otros? Uno es el que peca y son muchos los castigados.
(...)
Y lo mismo que extendemos el campo de la venganza, extendemos el de las personas a quienes tenemos que vengar. No sólo perseguimos las ofensas propias, sino las de todos nuestros parientes, amigos, clientes, conocidos, amigos de los amigos y conocidos de los amigos. Y esto no para evitar que la ofensa se perpetre, o para que no se extienda (lo cual tal vez fuera excusable), sino para que perpetrada ya y casi olvidada se renueve y se vengue. Así, con una nueva ofensa, no curamos la primera, porque es imposible, y exacerbamos las dos.
(...)
Los hombres se unen en apretado haz para vengar lo que estiman injuria, o por lo que favorece una causa, o por una esperanza: se toman las armas; se forma un bando. Y si no es de temer la ley, o un poder superior, estalla una guerra civil dentro de los mismos muros entre conciudadanos, o fuera entre dos pueblos o naciones. Y lo que dentro de un orden legal merecería la horca y demás suplicios, pasando sobre la ley, no sólo queda impune, sino que es lícito y honroso.
Festo, el gran escritor latino, hace derivar la palabra "bellum" (guerra) de "bellua" (bestia).
Y en efecto: la guerra es más propia de las bestias que de hombres, ya que éste fue conformado por su naturaleza para la bondad y humanidad y las fieras para la lucha. Pero nuestros delitos han conseguido que el mal, propio de las bestias, éstas no lo hagan y que nosotros hagamos lo más ajeno y más contrario a nuestra naturaleza.
¿Decíamos que la guerra es propia de las bestias? Pues ninguna siente esa rabia feroz del hombre, como escribió Plinio.
A los demás animales los vemos vivir tranquilos, cada uno en su orden: se congregan: se defienden contra los de otra especie. La fiereza del león no se ejerce contra el león: la serpiente no ataca a otra serpiente... Solamente el hombre (quien menos debía) lucha contra el hombre.
Así se ve que todo permanece dentro de su orden natural, mientras el hombre ha caído del suyo, degenerando en algo peor, como los frutos, que jamás cambian mejorando.
Fácilmente se comprenderá que la guerra es antinatural al hombre estudiando las causas de aquélla.
Se ve que es natural saciar el hambre y la sed, por lo que muchas veces atacan las fieras; rechazar la fuerza; evitar las inclemencias del calor, el frío, las lluvias, la nieve; satisfacer las necesidades naturales...
La guerra no se hace por eso.
En la antigüedad los galos traspasan los Alpes con grandes ejércitos y entran en Italia: los helvecios, en la Galia; los cimbrios, en Italia; los godos en España. Pues ninguno iba tras los alimentos o necesidades naturales: todos tras los placeres. Unos buscaban el vino; otros, el aceite; otros, la amenidad de la región.
Hace siete años hubo una escasez terrible de cosechas, sobre todo en Andalucía, de tal modo que murieron muchas personas de hambre tiradas por las calles y dentro de sus propias casas, y perecieron todas las yuntas, hasta el punto de que al año siguiente tuvieron los hombres que uncirse el arado, si quisieron cultivar los campos. ¿Quién salió entonces de su casa? ¿Quién tomó las armas para luchar contra la desgracia? Sin embargo, una palabreja, una ambición, un deseo, pone el hierro en las manos y lanza pueblos enteros a la guerra.
Es que sobrellevamos más fácilmente lo que hiere a nuestra naturaleza que a nuestra soberbia; es decir, renunciamos a aquélla por ésta.

Juan Luis Vives