Honor, maratón y muerte

Por Ferbelda @ferbelda
Una mañana más, como una rutina, bajaron a desayunar al comedor del centro de entrenamiento. Entre el grupo de atletas japoneses -concentrados para preparar los Juegos Olímpicos de México-, alguien echó en falta a uno de sus compañeros, el maratoniano Kokichi Tsuburaya. Extrañados por el retraso fueron a buscarle a su habitación. Lo que encontraron al abrir la puerta no lo podrían olvidar jamás: sangre, muerte y una nota manuscrita: “No puedo correr más”. Era un héroe nacional y representaba como nadie los valores de honor, orgullo y dignidad tan importantes para el pueblo japonés. Valores que le conducirían a un dramático final.


Japón se encontraba todavía cicatrizando las profundas heridas que había dejado la II Guerra Mundial cuando el Comité Olímpico Internacional designó a Tokio como sede de los Juegos Olímpicos de 1964. Desde aquel momento, los mejores deportistas japoneses empezaron a prepararse a conciencia para honrar a su país en los Juegos “de casa”. También nuestro protagonista, Kokichi Tsubaraya, nacido el 13 de mayo de 1940 en Sukagawa, en la región de Fukushima, miembro de la Fuerza Militar de Autodefensa, y consagrado ya por aquel entonces –pese a su juventud- como uno de los mejores fondistas del país del sol naciente. Para Japón, aquel evento era mucho más que un desafío deportivo; era una oportunidad ideal para demostrar al mundo entero que podían organizar los mejores Juegos de la historia, y además, que sus deportistas serían capaces de competir de tú a tú con los mejores del planeta. Era, más que un objetivo, una cuestión de honor y dignidad, valores sobre los que se ha cimentado, una y mil veces, la fortaleza del pueblo japonés.
Japón no lograba una medalla olímpica en atletismo desde Amsterdam´1928, y el joven Tsuburaya estaba dispuesto a romper esa maldición. Participaría en el 10.000 y el maratón, aunque tenía todas las esperanzas depositadas en esta última distancia. El 10.000 lo utilizó como entrenamiento y banco de pruebas para el maratón; pese a ello, terminó en un honroso sexto lugar en una carrera ganada por el sioux norteamericano Billy Mills. En la prueba reina del programa atlético los grandes favoritos eran, a priori, Abebe Bikila -el etíope que cuatro años antes pasara a la historia ganando, descalzo, el maratón en los Juegos de Roma´1960-, y el británico Basil Heatley, plusmarquista mundial en ejercicio. Esta vez Bikila correría calzado con unas impolutas zapatillas blancas y con el hándicap de haber sufrido una operación de apendicitis 40 días antes de la prueba.
El etíope hizo buenos los pronósticos y ganó con autoridad, con un tiempo de 2h 12:11, que suponía además un nuevo récord del mundo. Casi cuatro minutos después, hacía su aparición por el túnel de acceso al estadio Olímpico el segundo clasificado, el atleta local Kokichi Tsuburaya. Los 75.000 espectadores que abarrotaban el estadio estallaron en un impresionante grito de júbilo. Sin embargo, la alegría duró muy poco; apenas unos segundos después entraba el británico Heatley quien, en la vuela final, alcanza y sobrepasa al japonés, completamente reventado, al límite de sus fuerzas. Tsuburaya se retiró de la pista envuelto en una manta, desconsolado, con la sensación de haber sido humillado, mientras el público le aclamaba como a un héroe. 28 años después, Japón conquistaba una nueva presea olímpica en atletismo.
La medalla de bronce llenó de orgullo al pueblo nipón… pero no a nuestro protagonista, profundamente decepcionado por su actuación en los últimos kilómetros de la carrera. En el podio de medallistas, apareció con la mirada perdida, como ausente.”He cometido un error imperdonable ante todo el país, me he confiado demasiado, y sólo obtendré el perdón si gano el oro en México´68“, confesaría esa misma noche a su compañero de habitación, el atleta Kenji Kimihara.


Del triunfo a la tragedia
La medalla de bronce en el maratón había disparado el optimismo en las autoridades japonesas, convencidas de que Tsuburaya podía ser campeón olímpico en México´68. Con este objetivo, la Junta de la Fuerza Militar de Autodefensa, a la cual pertenecía, le diseñó un espartano y muy exigente plan de entrenamiento de cuatro años de duración que, entre otros muchos sacrificios, le obligaba a dejar de ver a su novia durante todo aquel tiempo y le apartaba de su familia y amigos. Con disciplina militar, obedeció ciegamente aquella orden superior. Entrenamiento y sólo entrenamiento; viviría aquellos cuatro años por y para una carrera. Además, desde el mismo instante en que el británico Heatley le superara en la última curva del estadio, el sueño del oro olímpico se había convertido en una obsesión para él. Más incluso que en una obsesión, en una cuestión de honor.
Todo transcurrió según lo previsto hasta el otoño de 1967, apenas un año antes de la cita olímpica. Entonces, debido al impresionante volumen de trabajo realizado, sufrió varias lesiones y enfermedades (entre otras, una lumbalgia aguda) que le obligaron a permanecer ingresado tres meses. Pero cuando dejó el hospital y reanudó los entrenamientos se dio cuenta que su cuerpo ya no era el mismo; sus piernas no asimilaban las duras sesiones, los dolores no cesaban… Intentó recuperar el tiempo perdido, pero todo resultó en vano. Pronto comprendió que ganar el maratón de México era un imposible. Tenía una misión de sus superiores y los japoneses confiaban ciegamente en él; era el símbolo de todo un pueblo, pero él sentía que no podía responder. Y entonces se derrumbó.
En el antiguo Japón, los guerreros samuráis recurrían al harakiri antes de ver su vida deshonrada por un delito o una falta. Para ellos, mejor la muerte que el deshonor. De igual manera pensó Tsuburaya. Aquella mañana del 9 de enero de 1968, al abrir la puerta de su habitación, sus compañeros le encontraron muerto, rodeado de un charco de sangre. Se había seccionado la arteria carótida con la cuchilla de afeitar. En la otra mano sujetaba la medalla de bronce que ganara en los Juegos Olímpicos de Tokio, ante su público, aquella medalla de la que tanto se avergonzó durante largos meses. Y sobre la mesa, una escueta nota manuscrita: “No puedo correr más”. Tenía 27 años. Desde aquel mismo instante, pasó de ser héroe a leyenda. Japón no le olvida. Honor y orgullo llevados hasta las últimas consecuencias. Honor, maratón y muerte.