No parecen esas características del cine de John M. Stahl si se atiende a su obra más reconocida, esa explosión de color y emociones llamada "Leave her to heaven"
El film que quizá mejor sintetiza su maestría, "Holy matrimony", es una comedia de maneras antiguas, invernal y muy inglesa, monótona si se quiere en su encantadora marcha, modesta, pero tocada por la magia.
Basada en la deliciosa novela "Buried alive" del oscurecido y olvidado escritor Arnold Bennett, "Holy matrimony" es básicamente - y se vuelve una y otra vez a sus imágenes para en ello recrearse - el retrato de fondo de una mujer extraordinaria, Alice.
Una mujer que ronda los cuarenta años, de gráciles maneras, decidida aunque no muy agraciada físicamente, que no pierde el tiempo en tonterías, ni se ha contaminado de novelitas rosas esperando un hombre perfecto. Alice respondió a un anuncio en la sección de contactos y ha intercambiado algunas cartas bastante formales con Henry Leek, el mayordomo del primero entre los pintores ingleses, Priam Farll, plácidamente retirado en los mares del sur. Una mañana importunan a Farll queriéndolo nombrar Caballero y obligándole a emprender un viaje de vuelta a su país. Leek enferma y muere nada más llegar a Londres y Farll, reticente a cualquier boato, aprovecha para intercambiar roles con su sirviente... que había a su vez enviado una foto de Farll a Alice como si fuera él.
Farll marchó lejos, muy lejos, hace mucho, porque quería vivir sólo, "a su manera", sin engrasar un mercadeo que sólo tiene en cuenta quién firma una obra, su valor nominal. Otra suerte hubiese corrido esta maravillosa película tal vez si se hubiese "expuesto" junto a un par de Lubitsch finales, "Heaven can wait" y "Clunny Brown", con los que comparte varios actores y actrices, parecidos convencimientos y rebeldía, una similar ausencia de momentos deslumbrantes y una absoluta falta de otros prescindibles. Se habla muchas veces y gratuitamente de química entre intérpretes, de cómo de bien lucen en sus escenas conjuntas y la "electricidad" que generan sus diálogos y cuerpos. Monty Woolley y Gracie Fields, pareja en la vida, secundarios habituales (tardío en el cine él, a menudo Doctor por su aspecto instruido, que era real; característica en comedias británicas no muy conocidas ella), no necesitaban ni siquiera hablar o tocarse para transmitir lo bien que se compenetraban sin oponerse a los demás, más bien ignorándolos, despreciando sus códigos. El amor maduro de estos dos outsiders tiene mucho de infantil, de juego frente a lo que acontece en la realidad, que es un aburrimiento.
Ese íntimo deseo de ver reconocida su obra, que tantos se han llevado a la tumba insatisfecho, deja Stahl que fluya sin ironías ni remilgos, contraponiendo como solía el drama insoportable de un sólo personaje mientras todo transcurre con una normalidad lenta y previsible.
De esos contrastes, nada altisonantes ni simplificados, sin desenlaces efectistas como si el mundo entero de repente pudiera reparar en el problema de alguien, está hecho su cine.