Hora de dormir

Publicado el 15 diciembre 2013 por Yoani Sánchez @yoanisanchez

¡Otro, otro, otro! exige mientras apoya la espalda en la almohada y estira las piernas hacia el techo. La madre tiene que inventar rápidamente un nuevo cuento, hilvanar una historia que haga dormir a su hijo. Así que mezcla criaturas de los hermanos Grimm con otras, salidas de los dibujos animados nacionales, para narrarle una fábula simpática con moraleja incluida. El biberón cae a un lado, los pies se quedan tranquilos y los ojos comienzan a cerrarse. Ha resultado, el niño está dormido. Al otro lado de la puerta quedan varias horas de trabajo doméstico. Los platos por fregar, el agua que debe calentar para el baño del marido y los frijoles que se ablanda en la sonora olla de presión. Pero al menos, el niño ya está dormido.

A pesar de la velocidad de la vida moderna y las estrecheces habitacionales, muchos padres cubanos aún les hacen cuentos a sus hijos al acostarse. Algunos prefieren leerlos, mientras otros los inventan o evocan los escuchados en su propia infancia. Los videojuegos y las películas de Disney han agregado nuevas situaciones y personajes para narrar. No resulta raro entonces que Pulgarcito y Buzz Lightyear se hagan amigos en estas historias o que Harry Potter caiga víctima de una manzana envenenada. En tiempos de mestizaje de géneros, tampoco sorprende que un trozo de reggaetón se cuele en boca del mago del algún reino o de la bruja mala del relato. La cuestión es hacer que los párpados pesen y el sueño llegue lo antes posible.

Hace unos días un amigo me relató que su hija le había pedido un nuevo cuento. “Uno papá, que no esté en ningún libro”, le advirtió. El padre, cansado por la jornada laboral e incapaz ya de inventar una nueva ficción, decidió contarle su propia rutina. “Este era un hombre –comenzó- que se levantaba todos los días a las seis de la mañana”. Mientras hablaba, los ojos de la niña estaban pendientes de cada gesto, esperando que el protagonista se convirtiera en héroe o en villano. “Buscaba el pan del racionamiento –continuó- y después se iba a su trabajo en el ómnibus que a veces pasaba y otras veces no”. Un pequeño rictus de impaciencia empezó a esbozarse en el rostro de la chiquilla, pero la voz no se detuvo. “A final de mes recibía un salario que apenas le alcanzaba para pagar la electricidad y comprar unos pocos alimentos, por lo que el buen señor debía hacer algunas cosas malas e ilegales para sobrevivir…”

Un chasquido de frustración interrumpió al monótono narrador. Las manitas de la niña lanzaron la almohada lejos de la cama, a la par que gritaba “¡No, Papi, no, yo quiero un cuento donde ganen lo buenos…!”