El niño, cargado con sus cinco o seis años de energía, se para, la mira de frente; diría yo que la está analizando, tal vez sopesando las capacidades motoras de su yaya, directamente inversas a la velocidad que podría conseguir en una larga escapada. Parpadea y le veo girar levemente sobre su rodilla derecha. Escapa.
-¡No corras, eh! -grita aquella, mientras se levanta. El delantal de flores de su falda se mece al viento suave, mientras planta la suela de su zapatilla azul, de mujer mayor, en la arena del parque. Ella, abuela, matrona y por lo tanto, dueña y señora del nieto, a expensas de la madre -que para eso ella crió con soltura, ella solita, sí, que el marido de esto no entiende, a todos sus hijos.
El nieto vuela ya por la arena, atravesando el tobogán por debajo, sorteando ágilmente a Niña Pequeña, que sonríe mientras observa cómo yaya anda resuelta para coger al nieto. Desfachatez infantil: correr en el parque. El niño se para junto a los columpios, tanteando a la abuela, mihura, vitorina, en esa carrera de capea.
- Que te he dicho que no corras, ¡eh! -continúa la mujer, que no mira, decidida, por dónde va: la misión es capturar al pequeño, devolverle al redil, hacerle obedecer como a un manso. No es la hora de correr en el reloj de la yaya, sino de estar sentado en el borde del parque, junto a ella, luciendo nieto de educación infantil no obligatoria, mirar sólo los columpios, suspirar por el tobogán, esperar a que la abuela decida que ya es la hora de la merienda o de actuar como todos los niños en el parque.
-Mamá -dice Niña Pequeña, desde el banco saltarín.
-¿Hum?
-¿Para qué trae esa abuela al nieto al parque, si no le deja hacer nada? -pregunta ella, con aire extraño.
- Pues eso digo yo, Niña Pequeña: que algunas abuelas se creen que los niños tienen el horario de adultos...