El reinado de los santos y el encarcelamiento en mazmorras de Satanás, la «serpiente antigua», corresponde al tiempo de la Iglesia peregrina e itinerante, que boga en medio del tempestuoso océano agitado por el Dios de Este Mundo, equidistante entre el mal que éste esparce y las gracias que provienen de Lo Más Alto. Pero Joaquín de Fiore abre una nueva lectura del Apocalipsis de consecuencias revolucionarias. Combina la teoría de los tres ordines, que da sustento social a toda su teoría, casados, clérigos y monjes, con hegemonía de unos o de otros en las tres grandes épocas del mundo, que llamó status, en el sentido de estadios o estancias: nichos temporales que se distribuyen según un modelo trinitario proyectado sobre la Historia. En la primera edad, primer status, cercana a la Creación, el Padre proyecta su hegemonía sobre los casados, y bajo la sombra de la ley que entonces se proclama, comienzan a insinuarse las figuras de los clérigos (levíticos) o de los monjes (Elías, Eliseo, más los profetas). Con Cristo encarnado en el mundo, la Ley cede el protagonismo a la Gracia; nace la Iglesia en Pentecostés, y con ella el predominio de los clérigos sobre los casados; y se insinúa ya la presencia viva del espíritu en las fundaciones monacales, desde San Benito. Mientras el primero y el segundo status poseían su revelación propia, su evangelio específico ¿Antiguo Testamento, Evangelios?, las escrituras que corresponden al tiempo de hegemonía de la contemplación monacal son, sencillamente, las reglas de las órdenes benedictinas, cluniacenses, cistercienses. Se intensifica la Gracia, se abren las mentes a la comprensión espiritual de las escrituras, y se va gestando y preparando lo que será el tiempo anterior al final de todos los tiempos: el «milenio», del que el Apocalipsis habla con toda claridad, en el que gobiernan los santos y es encadenado el Maligno. Se prepara así la Edad del Espíritu, a la que el abad calabrés, Joaquín de Fiore, se atreve a darle una posible fecha de iniciación, en un alarde profético: 1260, más de cincuenta años después de su propia muerte. Ese «milenio» constituye un verdadero sábado de la Historia de la humanidad, un día de descanso, en que las profecías de Isaías de un tiempo pacificado, sin violencia, sin guerras, se cumplen al fin. Pero ya en ese Millenium la inteligencia espiritual desvela el sentido de las figuras, puestas en correlación en el Libro de la concordia, entre los dramatis personae, o los figurantes, del primero y del segundo status (el Antiguo y el Nuevo Testamento). En ese «milenio» los símbolos desvelan su significación, quedan al fin revelados en su escondido y esotérico sentido. Huelgan, por tanto, los sacramentos, pues su sentido se ha hecho evidente. La misma Iglesia, con su estructura jerárquica, comienza a ser innecesaria. Todos pueden convivir en paz: casados, clérigos y monjes, pero la dimensión espiritual, que predomina junto al orden monacal (sobre el clerical y el matrimonial), es sin duda la que establece su propia hegemonía.
Ese pensamiento, proyectado melancólicamente hacia el no-lugar de la utopía, es el que alimenta la gran construcción de Ernst Bloch, en donde la presencia de Joaquín de Fiore, y de Schelling (joaquinista confeso), es determinante: así en Espíritu de utopía o en su magna obra final El principio esperanza. En los tiempos terribles de la gran depresión y poco antes del inicio de las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, surge en el firmamento cinematográfico una hermosísima película, planeada con gran presupuesto, llena de extraordinarios efectos especiales: Horizontes perdidos, de Frank Capra, en sintonía con la novela de James Hilton que le sirve de inspiración. Una comitiva perdida en las heladas latitudes del «techo del mundo» camina por sendas bordeadas de abismos de hielo, hasta llegar a la esplendorosa e inesperada aparición de un mundo de ensueño, Shangri-lá, donde se vive en la plena realización de la utopía o de una vida pacificada, regentada por un visionario fundador de esa comunidad inaudita. Ese rescoldo de utopía, o esa aspiración a un Millenium en donde el Principio de Muerte ha sido destruido, responde a anhelos muy profundos de nuestra vulnerable condición. Hemos vivido décadas de un pensamiento fragmentario y antiutópico. Quizás las crisis y convulsiones en que vivimos pueden ser el marco propicio para un retorno de esa ancestral aspiración de un mundo mejor, donde las pulsiones más ponzoñosas han sido sometidas y en donde se alcanza una forma de sublimación catártica de los lados más oscuros y sombríos de nuestra vulnerable y frágil condición. En pleno descrédito de la «vieja política», es inevitable que en forma de sueño racional se proyecte el anhelo colectivo de un mundo en paz gobernado por instituciones supranacionales.
Texto: Eugenio Trías. ABCD.es. 10.07.2010 – Número: 957.