Horniman

Por Eduardomoga
Horniman es una marca de té, pero también un museo en Londres. Ambos, el té y el museo, confluyen en la figura de Frederick John Horniman, el heredero de la mayor empresa dedicada al comercio de la camelia sinensis a finales del s. XIX. Horniman dedicó a su gran pasión, el coleccionismo, la fabulosa riqueza que amasó con el negocio de las infusiones. (Horniman puede entenderse también como una expresión soez: en inglés, cuando alguien está horny, es que está caliente; de hecho, en 2004 el Museo sufrió una avalancha de correos electrónicos y de tráfico digital de personas que pensaban que se trataba de una página porno). Para albergar sus vastísimas colecciones, que sumaban 30 000 piezas, Frederick creó el Museo en 1901. Hoy tiene 350 000. Para llegar, nos bajamos en la parada de Forest Hill. Al salir del metro, nos encontramos a un niña tocando el piano. La niña está en la calle y el piano, también. En las calles de Londres me he encontrado con muchas cosas raras: una vez vi un ataúd aparcado cerca de mi casa, entre un Mini y un Bentley. No sé si estaba lleno o vacío: no me atreví a levantar la tapa. Hace poco me crucé con alguien en velocípedo: en la cumbre de la gigantesca rueda delantera de la draisiana, parecía uno de aquellos locos en sus locos cacharros, pero circulaba por King's Road con la naturalidad de un repartidor de leche. Hoy, en Forest Hill, vemos a una niña tocar el piano, y no mal. Qué hace un piano a la salida de una estación del metro es algo para lo que no tengo respuesta. Y menos aún para el hecho de que ese piano esté en buen estado y pueda ser tocado por cualquiera que pase. Si hubiera un piano a la salida de la estación de metro de, pongamos, Sant Andreu, en Barcelona, no habría durado entero ni cinco minutos: le habrían robado las teclas de marfil y las piezas de metal, y arrancado la madera para utilizarla en la chimenea o revendérsela al trapero. Aquí los pianos sobreviven. Y no solo ellos: también los muchos cisnes de los parques. En España no aguantarían ni una noche: acabarían en pepitoria en la mesa de mucha gente necesitada. Ayuda que sean propiedad de la reina (los cisnes, no los pianos), porque te puede caer un puro de no menees si les arrancas una sola pluma, pero yo creo que la gente los respeta por principio. En España, en cambio, la gente trinca y destruye por principio. El Horniman no suele aparecer en las guías turísticas de Londres o, si lo hace, es con letra pequeña y al final de la lista. Sin embargo, es uno de los museos más apreciados por los londinenses, quizá por su carácter pedagógico y familiar. Cuando llegamos, nos llama la atención, en primer lugar, el gran mosaico neoclásico Humanity in the House of Circumstance, de Robert Anning Bell, compuesto por 117 000 teselas de vidrio, colocadas en la fachada por una cuadrilla solo de mujeres, lo cual me lo hace aún más agradable. En el Horniman todo se cuenta por decenas de miles. En el mosaico se representan los anhelos, placeres y limitaciones del ser humano. Entre los primeros se cuenta la Poesía, junto al Arte y la Música: ah, qué grandes aquellos tiempos en los que la literatura y las artes constituían lo mejor, lo más deseable, de la condición humana; y también me gusta que la Caridad traiga higos y vino, dos de mis alimentos favoritos. Como hemos llegado tarde, nos parece una buena idea resolver el almuerzo en el restaurante del propio Museo y verlo luego con tranquilidad y el estómago lleno: es muy incómodo pasear por salas interminables con el ratón del hambre royéndote las entretelas. La comida no es nada del otro mundo, aunque una hermosísima camarera compensa las carencias del menú. Mi atención se reparte entre ella y un niño, de los muchos que corretean por aquí, que luce la segunda camiseta del Barça, cuatribarrada, con el nombre de Messi a la espalda. (Lo cuatribarrado me persigue, pero yo corro más). El museo está especializado en antropología, historia natural e historia de la música. La colección de animales disecados es ingente. Destaca, por su tamaño, la morsa traída del Canadá en 1886: parece un tanque. Son llamativos también los varios animales extintos de los que hay muestras aquí: el pájaro dodo, cuyo último individuo pereció en 1690, y la avutarda, que vive en muchos lugares del mundo, pero que en el Reino Unido se extinguió en 1832, aunque se está intentando reintroducirla. En la amplísima sección dedicada a los primates, observamos, junto a los monos disecados, sendos esqueletos de un hombre y de un bebé: para Horniman y la ciencia de la época, resueltos valedores de la teoría de la evolución, simios y personas formaban parte de un mismo conjunto y no era un desdoro exhibirlos como si fueran tío y sobrino. Cuando hemos visto ya más animales que Félix Rodríguez de la Fuente, nos dirigimos a la sección Revisiting Romania, dedicada a la colorista cultura popular cerámicas y trajes típicos— de Rumanía. Se conoce que entre el Museo Horniman y el país eslavo ha habido, tradicionalmente, una gran cercanía —incluso en tiempos de Ceaucescu, aquel benefactor de la Humanidad—, fruto de la cual es esta no desdeñable colección, aunque nos sorprende un poco que en este mismo espacio se despliegue otra exposición, de fotografías de Lee Karen Stow, dedicada a "Las mujeres de Sierra Leona": rumanos y sierraleonesas juntos se nos antoja, quizá, demasiado eclecticismo. En la Galería del Centenario, un recorrido de más de 1 000 piezas por la evolución de la cultura y las civilizaciones, damos con una hermosa colección de máscaras y arte africano y asiático, pero también, siguiendo con el eclecticismo que ya hemos advertido en las salas anteriores, con una silla de tortura de la Inquisición española. A los ingleses les encanta publicitar las crueldades del archienemigo y los horrores de su fanatismo, y aquí y allá nos vamos encontrando con ejemplos de esa supuesta ferocidad, aunque hoy no tengan ya más remedio que reconocer que la mayoría son falsos. De esta, por ejemplo, se dice que se tuvo durante mucho tiempo por un instrumento de tortura del s. XVII, hallado en las mazmorras de la Inquisición en Cuenca, pero que hoy se sabe que es una reconstrucción victoriana, ensamblada con algunas piezas originales y otras del s. XIX para satisfacer los sentimientos antiespañoles de la época y, en general, el gusto de los británicos por lo macabro. Pese a la falsedad de sus orígenes, hay que reconocer que la silla espanta: es un garrote vil que, al mismo tiempo, cuenta con un aparato para trabajar la lengua y un sospechosos agujero, con aún más sospechosas manivelas, a la altura de los genitales. La Galería Musical, por su parte, contiene más de 1 300 instrumentos, entre ellos un clavicordio con un lema en francés que tanto Ángeles como yo suscribimos entusiásticamente: Plus fait doucer que violence (una versión renacentista del contemporáneo "haz el amor y no la guerra"), y una tuba gigante, de 1948, equiparable, en su género, a la morsa que hemos visto antes: pesa 51 kilos y mide casi dos metros de altura; hacía falta ser un sansón para tocarla. Tanta acumulación de objetos, aunque pulcra y bien dispuesta, se nos hace fatigosa, y acabamos desfilando sin saber muy bien lo que vemos: así suele suceder con todo de lo que haya demasiado, ya sea información o sexo. Por fin, llegamos a los Mundos Africanos, que nos parece la parte más atractiva del Museo. Me fascinan los altares de vudú y candomblé, de Haití, Benín y Brasil. El sincretismo del que este Museo hace constante gala encuentra aquí su más genuina manifestación. Y no es solo una mixtura de imágenes o símbolos religiosos (vírgenes negras y calaveras blancas, horcas y cruces), sino también de los objetos y seres más inverosímiles, sobre todo en los dos primeros: cocodrilos y pasteles, sirenas y puros habanos, botellas de White Horse y latas de tomate frito, ceniceros (sucios) y frascos (vacíos) de Chanel nº 5. Y, junto con los altares, sarcófagos egipcios y una espectacular colección de máscaras africanas, entre las que también sobresalen, y nunca mejor dicho —a Horniman le encantaba todo lo que fuese grande—, las enormes de los dogon y bwa, de cinco metros de altura, y la famosa Igbo Ijele, nigeriana, la más grande de África. Hemos recorrido todo el museo, salvo el acuario y las exposiciones botánicas, que son de pago, y nos apetece relajarnos en los jardines, tan famosos entre los londinenses como el propio edificio, y también enormes: ocupan seis hectáreas y media. Son, por sí solos, todo un entretenimiento: en el Dye Garden —un jardín dentro del jardín— hay arriates de plantas de tinción, los colores de cuyas flores rojas y amarillas son tan intensos que casi duele mirarlos; también hay un palacete de cristal, construido en 1894, que se encontraba en la finca que la familia Horniman posía en  Croydon, pero que fue trasladado al Museo en los años 80 del siglo pasado; y relojes de sol por todas partes; y un quiosco de música, de 1912, en el que está actuando en esos momentos un grupo africano. Al fondo se despliega la masa inabarcable de la ciudad de Londres. Pero frente al bandstand solo se ve gente bailando a los sones vibrantes de los percusionistas negros. El ritmo esencial de la música africana, el golpe de tambor, excita el instinto primario del movimiento, y a él se entregan casi todos: muchas parejas mixtas (que en Londres abundan; en ellas el miembro de color siempre se mueve mejor que el que no lo es), madres con hijas, padres con hijos, hippies de geriátrico, solitarios a los que la música ha liberado de su impasibilidad. Hasta Ángeles cede a la tentación de menearse, si bien discretamente. Yo no: yo permanezco quieto como una estaca, admirando el lento oscurecerse del cielo, las admirables sinuosidades de algunas danzantes y el frenesí colectivo al que conduce el tam tam de los nigerianos.