Howards End (1910) –también publicada en castellano como La mansión–, cuarto título del británico Edward Morgan Forster (Londres, 1879 – Coventry, 1970), empieza como una novela de Jane Austen: introduce a las hermanas Margaret y Helen, dos jóvenes casaderas que se han quedado huérfanas, solo que, a diferencia de las protagonistas de Sentido y sensibilidad, son ricas. Viven en Londres, tienen un hermano menor, aún estudiante, y una tía siempre dispuesta a entrometerse en sus asuntos. Margaret, la mayor, es de naturaleza prudente y reflexiva, mientras que Helen se muestra jovial y espontánea. Esta última comienza el enredo cuando se compromete, sin previo aviso, con el hijo pequeño de los Wilcox, tras una breve estancia en el caserón de estos, Howards End. El compromiso, no obstante, durará poco. Porque, en realidad, esto no es una novela de Jane Austen (huelga decir que no importaría en absoluto que lo fuese), sino un vaivén sorprendente. No importa lo que insinúe el principio: a las hermanas y a sus nuevos amigos todavía les quedan muchas aventuras por delante.Por expresarlo de forma coloquial: Forster escribe «como quien no quiere la cosa». O, mejor dicho, logra dar la impresión de escribir «como quien no quiere la cosa». Dota la novela de una estructura que rompe el esquema acostumbrado. Desde la primera frase («Esta historia podría empezar con una carta de Helen a su hermana») juega al despiste; «podría empezar», dice, como si diera igual el punto de partida, total, enseguida le dará la vuelta a su modo. Entre los personajes, están las hermanas, las protagonistas; está el clan Wilcox, compuesto por un matrimonio maduro y sus hijos; y está –se incorpora pronto al elenco– un tal Bast, un hombre de origen humilde que traba amistad con las hermanas por culpa de un paraguas extraviado. Todos ellos son personajes espléndidos, que dan pie a un análisis fino de las relaciones, la diferencia de clases y la sociedad en general (una época, a propósito, en la que se empieza a hablar del sufragio femenino: la emancipación de las dos chicas, y la situación de otras mujeres que aparecen en la novela, no es, pues, un tema baladí). Howards End es una novela de contrastes en muchos niveles. En primer lugar, el contraste entre las dos hermanas, por su persona, su carácter, sus inclinaciones. En segundo lugar, el contraste perenne entre pobres y ricos, es decir, entre el señor Bast y el resto, un asunto que genera reflexiones lúcidase ingeniosas (y vigentes). El dinero, la seguridad material, emerge poco a poco como un pilar del libro, unido a una pregunta que Margaret se plantea a menudo: el riesgo. En efecto, otro choque de Howards End reside en la disyuntiva entre arriesgarse o permanecer quieto, que no deja de ser la disyuntiva entre vencer el miedo o conformarse en la zona de grises. El propio autor se arriesga en la ejecución de este libro, al tomar decisiones inesperadas en una estructura clásica (el inicio de comedia romántica, los personajes que van y vienen, las muertes repentinas que provocan giros imprevistos); al plantear este tipo de ideas, parece exponer su concepción de la escritura, y, por extensión, de la vida.Todavía hay más contrastes: entre Inglaterra y Alemania, los países de los padres de las hermanas, con los que se explican algunas polaridades. Entre la vida y la muerte, y mejor no entrar en detalles para no adelantar acontecimientos. Entre Londres y la mansión Howards Ends: paradójicamente, la mayor parte de la historia se desarrolla en Londres, por lo que, al elegir este título, el autor consigue que el lector no se olvide de Howards End; le recuerda que, si bien a ratos se pierdedel centro, la mansión desempeñará un papel importante. Y aún otro contraste ineludible: entre mujeres y hombres, porque, aunque no sea una novela de Jane Austen, también hay coqueteos, matrimonios y rupturas. Y entre jóvenes y adultos, porque los años pasan, las prioridades se transforman, cada cual se adapta a su manera. Los personajes ocupan espacios simbólicos distintos; sin embargo, de forma progresiva, con un poco de azar y mucho de picar piedra, sus tramas convergen. Es recomendable, al abrir el libro, dejarse llevar y no sacar conclusiones precipitadas. Forster ha leído, y muy bien, a Jane Austen; pero, para continuar su senda, se desvía del camino, como un heredero rebelde.
E. M. Forster
En lo que sí se mantiene fiel a su maestra es en la ironía y los diálogos, extraordinarios, punzantes, que rebosan verdad un siglo después. Howards End es un clásico inglés por excelencia y, por si fuera poco, uno de los escasos libros que dan felicidad lectora. De acuerdo, este último apunte es muy subjetivo (y cuál no), pero cualquier reseña quedaría incompleta sin él. Porque, más allá del análisis, leer conlleva una experiencia, que suscita emociones o como se quieran llamar. Las de Howards Endson de alegría, por su humor, en las conversaciones, en los personajes; pero, sobre todo, el humor del autor en su concepción del hecho literario, sus circunvoluciones, su chispa. Es tan complicado (y largo y tedioso y aburrido) de explicar como fácil de reconocer: basta empezar a leer. Así que ya lo saben: si quieren ser felices, al menos por unas horas, lean Howards End.