Apagué momentáneamente el teléfono después. Otros amigos me escribían desde sus ciudades natales, alguno fuera de España -el cumpleaños de Óscar, allá en Honduras- y sabía que se agolparían los mensajes de felicitaciones en el correo electrónico, las redes sociales, puede que hasta en el plataforma digital del trabajo. Tíamagda me explicaba con el detalle que ella sabe lo que prepararía para la fiesta de san Esteban, esa que aquí no se celebra, pero sí en Barcelona, y de paso me enteraba de una boda sorpresa.
Miro a mi alrededor. No hay en casa de mis padres árbol ni luces, sólo las cinco piezas grandes, pintadas a mano, de un amigo de la familia fallecido hace años, encima del piano, en ordenada simetría sobre su tapete blanco. Cuatro bandejas de dulces navideños, cortados y ordenados por mi madre, dos sin azúcar, para el abuelo -porque con casi 90 años uno no tiene porqué dejar las costumbres-, dos para el resto. No confío en los villancicos porque les falta una rima de obligación y no me explican la razón de que ayer, hoy, tenga que estar sentada en esa silla, una bandeja de comida de fiesta, una sonrisa falsa de aquí-no-pasa-nada y el escenario de que ayer y hoy somos mejores porque compartimos mantel de fiesta.
¿Tanto cuesta entender que no me interesan las cenas y comidas familiares y forzosas? Prefiero mi salón, mi mesa negra, las luces de mi árbol, mirar las piezas de mi Nacimiento, quedar con mi amiga para buscar la figura del pastor que me falta, el brillo de mis propias guirnaldas amarillas y rojas y el calor de mis radiadores blancos. Ayer, hoy, toca ser felices. Yo prefiero mañana, pasado, al otro, marcar con rotulador el calendario nuevo de mi cocina: hoy mejor que ayer, menos que mañana.