Pero otras veces -¿muchas?- trabajar en el aula es comer pan duro de anteayer. La miga blanda, maleable y dulzona, desaparece para dar paso a restos de coscurro que nadie quiere. A veces la aspereza ni se puede guardar ya en un bote para mejor ocasión y sólo queda barrer, tirar, olvidar. El cubo de basura como baúl que no guarda ni recuerdos. Un pan duro desecho y roto por fuera, sin invitaciones para poner en la mesa.
Trabajar a veces así, con el paladar reseco porque el pan no se ablanda y ni para tostada sirve ya, es para mí preguntarme si merece la pena esperar al postre o, mejor, decir al camarero que has decidido cambiar el último plato y levantarte... No siempre son los alumnos o las familias los que te roban la servilleta y suspiras mientras buscas una alternativa de papel -porque el rodaje debe continuar-; a veces es que te cansaste de mirar la carta, la selección del mejor gourmet, la indicación del cocinero y el menú del día.
Es que a veces, como hoy, es mejor haber olvidado el pan y sus migas sobre el mantel, abandonar la servilleta sin doblar -como hay que hacerlo siempre-, abrir la puerta -clic, clic-, cerrarla suavemente -para evitar el portazo con los vientos que soplan- y buscar una repostería más pequeña y amigable.
A ser posible, regentada por uno mismo.