Fuente: catalunyapress
Soberbios e insolentes surcan el Mediterráneo los poderosos cruceros rumbo a la conquista de la legendaria Cartago.
Y quizás, uno de los mayores atractivos que pueden brindar los encorsetados viajes que se realizan en los modernos hoteles flotantes, es la posibilidad de acceder a las exóticas rutas que, por un momento, te trasladan desde la napolitana Pompeya a los pies del Vesubio, hasta la gloriosa Cartago cual guerrero romano dispuesto a morir en las Guerras Púnicas.
Pero tras contemplar la impresionante visión de los minaretes y escuchar por primera vez el sobrecogedor canto del mohecín desde la cubierta del barco, la realidad te devuelve a una tierra que desde hace más de trece siglos, dejó atrás aquel pasado clásico para formar parte de un mundo que hoy, más que nunca, se separa día a día de la cultura que allí se formó.
Desembarcar en el puerto de Túnez hace seis años supuso formar parte de uno de los espectáculos más cómicos y esperpénticos a los que nunca he asistido.
Ser recibidos por una pequeña orquesta formada por árabes disfrazados de soldados romanos interpretando el himno de España fue la definición perfecta de turismo cutre y la forma más rápida de romper cualquier sentido romántico de una visita ya de por sí impersonal y organizada.
Cartago hoy no es ni una sombra de lo que fue y los esfuerzos que se han hecho desde el último cuarto del siglo XX por rehabilitar parte de su antigua gloria, apenas han dado sus frutos. Ahora es muy difícil hacerse una idea de lo que significó aquella imperial ciudad.
Un lugar que, con un privilegiado emplazamiento junto al mar, se atrevió a hacer frente al poderoso imperio romano, que pagó su osadía con la total destrucción un siglo antes de nuestra era y que volvió a renacer en el 29 a.c de la mano de los herederos de César. Una ciudad que creció y se desarrolló durante siete siglos hasta que el empuje del Islam volvió a derribar sus murallas masacrando a sus habitantes y reduciéndola a cenizas para enterrarla en siglos de olvido.
Ayer, la intolerancia que derribó las murallas de la Cartago bizantina volvió a teñir de rojo las teselas romanas y la muerte y el terror llenó las salas del museo. Una veintena de personas cayeron abatidas por las balas del integrismo islámico, entre ellas, dos de los miles de españoles que hemos surcado el Mediterráneo durante estos años en cómodos camarotes disfrutando de nuestras merecidas vacaciones.
Y hoy que lloramos su muerte y la vemos más cercana, hoy que repentinamente levantaremos un muro y anularemos en masa las reservas de los viajes que en la próxima Semana Santa tenían como destino lugares como éste, no estaría de más pararse un momento a pensar lo impúdico que resulta navegar en nuestros lujosos cruceros turísticos rumbo a exóticos destinos mientras, desde la otra orilla, miles de personas huyen del infierno. Un infierno al que, con nuestra soberbia y falta de previsión, sin duda hemos contribuido y en el que por intereses espúreos hemos abandonado a miles de personas que se alimentan del odio hacia occidente.
Hoy, que la espada del Islam se alza imparable y el camino hacia la cruzada se abona cada día, debiéramos mirarnos en las ruinas de Cartago para impedir como fuera repetir la historia una vez más.