En la época de nuestros padres y abuelos, las parejas emergentes se carteaban durante unos meses o bien, pelaban la pava (lo que se decía entonces) comiendo pipas en un parque, mientras alguien les vigilaba de cerca (la famosa carabina). Los más modernos (probablemente, tus padres o los míos) paseaban solos, cogidos de la mano; ella con sus pantalones de inmensa campana y él con su melena de los setenta. Pasado ese tiempo de cortejo y admiración mutua, avanzaban al siguiente nivel (muchos por probar qué podía pasar, no porque estuviesen realmente enamorados) y se casaban. El matrimonio duraba hasta que uno de los dos moría. Con sus más y sus menos, con los altibajos propios de dos personas que se conocen de verdad al mismo tiempo que empiezan a quererse, ambos aguantaban estoicamente el chaparrón. No obstante, en el momento que nos ha tocado vivir, no aguantamos nada. Sencillamente.
Pocas actividades son tan complejas como alimentar a diario una relación amorosa. Hoy en día, las conexiones ya no son tan duraderas, la comunicación escasea, las comprensión mutua es, a veces, efímera. ¿Acaso exigimos demasiado? ¿Nos hemos convertido en unos egoístas que solo miramos por nosotros mismos y nuestro futuro? Quizá, aunque no lo creo. Se trata, más bien, de un acto de generosidad: te ofrezco mi amor, mis habilidades, mis cualidades y mi amistad mientras esto dure; espero lo mismo de ti, pero tampoco te obligo a que me lo des. Sin embargo, si no recibo lo que pido o lo que necesito, este acuerdo entre nosotros finaliza. Es una manera muy fría de abordar el tema, pero también es realista. Al fin y al cabo, estamos aquí para alcanzar la felicidad, si no completa, la máxima posible. Y tenemos pareja, precisamente, para que nos ayude a lograr ese bienestar y podamos caminar juntos en armonía. No deja de ser una colaboración, que puede durar para siempre o extinguirse en cualquier momento.
Casi toda la responsabilidad es de uno mismo, claro está. Si tú no eres capaz, por tus propios medios, de ser feliz, no esperes que los demás te solucionen el problema; ni mucho menos. Los dependientes emocionales (y no me refiero a quienes venden ilusiones detrás de un mostrador; sí, podéis reíros si queréis) tienden a pensar que si no tienen a su lado a la persona amada, no podrán conseguir nada de lo que se propongan; son personas que no se atreven a dar ningún paso sin consultarlo con su compañero. Si el otro es un tirano, las consecuencias para el más débil de la relación pueden ser nefastas, ya que las opiniones negativas le conducirán a un futuro marcado por las decisiones ajenas, y muy lejos de las propias. Es fundamental que exista un equilibrio entre ambos, aunque eso nunca garantiza la continuidad del vínculo.
Si somos honestos, en realidad, no hay nada que nos asegure que se mantenga el amor. Hay tantos factores que pueden conducir a la ruptura, que es imposible enumerarlos aquí. Sin embargo, voy a destacar uno del que muchos se olvidan: el aburrimiento. Aburrirse con el compañero de vida es lo peor que puede ocurrir, sobre todo, si tenemos en cuenta que en nuestros momentos más bajos, él o ella debería ser nuestro refugio, la persona a la que siempre acudimos para que nos saque una sonrisa y nos brinde su apoyo. Y si el lugar al que acudimos a refugiarnos nos provoca hastío y tendencias suicidas (vale, quizá he exagerado), el fracaso está garantizado. Fracasan ambos: el que se siente solo y aburrido, y quien no sabe cómo animar a su pareja.
En el lado opuesto, se encuentran quienes mantienen un amor sano, enriquecedor, en el que los dos aprenden a diario el uno del otro (de lo bueno y de lo malo), donde la comunicación es la pieza que nunca puede faltar en el puzle, porque incluso en los casos más extremos, podría ausentarse el sexo, pero sin el entendimiento necesario jamás se podría encauzar la situación. Si pensáis que llevarse tan bien es una utopía, intentad hacer memoria y seguro que recordaréis que hay una pareja de este tipo en vuestro entorno. Son esos que, aunque lleven diez años casados, se miran de la misma forma azucarada que al principio, se hablan con cariño en público y tienen gestos que despiertan la envidia del resto (aunque los otros se lo callen). Esto no quiere decir que en privado sea otro cantar, pero sí indica que, al menos, hacen el esfuerzo de dedicarse atenciones y desarrollar una unión todavía más estrecha. También podría ser que se moviesen por las apariencias, pero esa ya es otra cuestión.
Lo que está claro es que no podemos vivir sin amar. Somos seres inconformistas que tienden a idealizar a la persona amada al principio, pero que aceptan sus defectos después. Ahí es cuando llega el verdadero amor: cuando somos conscientes de los fallos del otro y aún así, le englobamos en nuestra idea particular de perfección. No importa cuántas personas nos rodeen porque para nosotros, nuestro compañero es único y posiblemente, nos resultaría difícil encontrar a alguien igual en todos los niveles. Es una certeza que enamorarse implica sufrimiento, pero es un riesgo que queremos asumir, pues nos mantiene vivos. Y hay pocas cosas más bonitas que mirarse a los ojos con la certeza (real o no, que también tenemos derecho a engañarnos si queremos) de que podemos llegar muy lejos. Juntos.