Hoy vienen los reyes… o no.

Por Mamá Monete @mamamonete

Mis recuerdos infantiles de estas fechas son de felicidad y cansancio.

Volver a Madrid (me crié fuera, entre los 6 y los 19 años) era el frío, los labios cortados, llevar orejeras, a veces, nive; era apiñarnos en casa de mi abuela materna, con los crujidos acogedores del suelo y el extraño sonido del tráfico; ir de casa en casa para ver a amigos de mis padres, familia de sangre y de elección, disfrutar de mis primos, sobre todo, pero también de mis tíos y tías más jóvenes y su energía inagotable.

Y los regalos, no nos engañemos. Me encantaban los regalos.

En mi familia somos de esos de «los regalos los tiene que traer Papá Noel para que dé tiempo a jugar«; que es una aseveración muy triste porque implica que no tienes tiempo para jugar durante el curso escolar, pero también era muy cierta: todas las vacaciones fuera de casa y haciendo planes de adulto compensaban porque había juguetes nuevos, cajas que abrir, libros que empezar.

Ahora lo llaman «síndrome del niño hiperregalado». Pero desde mis ojos de niña aquella abundancia era la mejor parte de los excesos navideños.

Así que para Reyes hacía una carta con tres regalos (uno por Rey Mago) y en Papá Noel venían las sorpresas. Muchas sorpresas. Quizá no tanto regalo grande (porque, puestos a pedir… a la carta iba lo mejor de lo mejor), pero la sensación de que no se acababan los paquetes para abrir. Era tan excesivo que mi madre solía decir que mi cuarto de jugar era como El Corte Inglés (ventajas de ser la primera nieta por parte paterna).

«La gran traición»: una vivencia muy personal

Sin embargo, hubo una tarde en que estaba dibujando el trineo de Papá Noel, y de pronto aquello de los renos que volaban empezó a cuadrarme poquísimo. Con mi dibujo a medias, le pregunté a mi madre si era cierto; ese momento que tantas familias temen.

Jonathan Borba

En algunos casos que conozco hasta habían desarrollado un plan de contingencia, con hermosas palabras que daban sentido a toda la vivencia anterior. En otros, que hubiera en la familia niños más pequeños permitió convertir a la criatura preguntona en «cómplice» de la magia.

Yo les pillé por sorpresa, y era hija única y la pequeña de mis primos (entonces). Así que hubo sinceridad y mucho cariño. Pero a pesar de todo recuerdo ese día como si fuera ayer, porque noté cómo mi confianza se rompía en trocitos.

Evidentemente no era una niña prototípica, era extraordinariamente sensible.

Me sentí humillada y decepcionada porque habían conseguido engañarme; pero, sobre todo, me enfadé infinitamente con el telediario. Entonces estaba bastante obsesionada con las noticias internacionales y no entendía cómo era posible que en un programa donde se hablaba de cosas tan importantes y desoladoras como las guerras estuviera permitido fingir que todos se creían un cuento navideño como el de los Reyes Magos.

Ahí me tenéis: seis años, militante contra las fake news y baluarte del periodismoreal. Soy, por tanto, plenamente consciente de que mi vivencia no es extrapolable.

¿Cómo le cuento entonces todo esto a mi hijo?

Sin embargo, desde que empecé a plantearme la crianza para mí siempre estuvo claro que no quería contarles a mis hijos que existían todas estas criaturas porque no quería que sintieran esa enorme decepción que sufrí yo y que se convirtió (o se engarzó con algo que existía previamente… es difícil de saber) en una desconfianza generalizada hacia los adultos y la percepción de que mentir estaba bien (algo que me costó trabajo controlar durante los años siguientes… lo hacía constantemente incluso contra mis propios intereses).

Cuando he planteado esto a otras personas, siempre me han recordado que mi experiencia es excepcional. Que la infancia es época de creer en la magia, que eso es natural y sano para el desarrollo; incluso Terry Pratchett dijo que eso es lo que nos permite después creer en utopías y luchar por la justicia social.

Pero me queda la duda, ¿son estos personajes la única creencia mágica que tenemos en la infancia?

Yo tenía amigos invisibles, imaginaba que si movía mi cama abría un pasadizo secreto a un castillo, y estaba segura de que había hadas, sin que nadie fingiera ser un hada para mí ni crease pruebas de su existencia.

Y la siguiente cuestión es, ¿es necesario creer esta historia para disfrutar de todo aquello que va asociado a la navidad?

La combinación de creencias

Empecé preescolar en colegios ingleses, y, por tanto, no celebrábamos Semana Santa, sino Pascua. Hacíamos cestas de papel, y las dejábamos en clase para que el conejo de Pascua nos dejase huevos de chocolate. Sin embargo, nunca vi al conejo de Pascua, nadie fingió serlo para mí. Era una especie de juego, algo que hacíamos solo en el cole.

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Por otra parte, la familia de origen de Papá Monete tampoco celebra estas fiestas, por cuestiones religiosas; no adornan la casa, no se hacen regalos: a él le resulta difícil todavía hoy saber cuándo es Nochebuena y cuándo Reyes.

También conozco familias que se niegan a entrar en el juego porque para ellas es imprescindible poner límites al consumismo voraz en el que se está criando nuestra prole. Y lo entiendo a la perfección, porque, aunque en aquel momento no caí, desde luego que me resulta más aceptable que mis padres se nieguen a regalarme la discoteca de Chabel y la cambien por el Alfanova a que lo hagan los Reyes Magos (no te lo perdonaré jamás, Gaspar).

¿Es factible decirle a nuestras criaturas que, igual que en cada familia se cree en cosas distintas o se come de forma diferente, hay reglas que varían y se deben respetar, en algunas casas estos rituales son distintos que en las nuestras?

Desde mi punto de vista, debería serlo; sobre todo porque la sociedad en la que van a crecer será más diversa que en la que crecimos nosotros. La propia familia extensa de Monete ya lo es, en su entorno inmediato, sus costumbres y rituales ya se va a notar esa diferencia. ¿No es preferible gestionarla directamente?

Una bofetada en la cara: la experiencia real de las primeras navidades conscientes del bebé

Todos estos años de reflexiones no me han servido de nada: la navidad me ha pillado en bragas y menos mal que, a sus 20 meses, no está en situación de pedir explicaciones, porque no habría sabido cuáles darle.

Pero llegó la Nochebuena y al terminar de cenar, mientras parte de la familia entretenía al otro niño en edad de creencias mágicas, Monete corría por el pasillo entre los mayores que preparábamos el plantel bajo el árbol, en eso que yo llevaba todo el día diciéndole que era «el juego de Papá Noel«.

Mike Arney

Y sin embargo, cuando entró en el salón y le dijimos que había regalos y que algunos serían para él, alucinó. Abrió el primero: una guitarra de juguete. Se puso a gritar «¡Tarra!, ¡tarra!», a mí se me saltaron las lágrimas. Estaba contentísimo, no quería abrir más.

Mi idea sobre la espectacularidad de los paquetes en cola se fue al garete. 20 meses, decíamos. Su capacidad de atención es limitadísima y desde luego que no necesita más de un regalo, me decía yo, dándome cabezazos por haber sido tan boba.

Pero allí estaban los demás regalos. Un piano. Un tractor. Un enorme pulpo interactivo, didáctico, estupendo, y que a él le gusta porque es grande y pulpo. Porque tiene 20 meses y no necesita que los juguetes hagan nada por él, me recordaba yo, preguntándome para qué me sirve estudiar tanto si luego no lo aplico.

Pero su mejor regalo fue cuando uno de mis tíos sacó una guitarra de verdad y se puso a tocar; incluso intentó hacerle el trueque por su piano. Al día siguiente, con otra rama familiar, le esperaban un libro y unos muñecos. No les hizo ni caso. Pero sí tocó el piano, y la batería, y disfrutó de que le cogieran en brazos y le hicieran volar por el salón; y del ruido, la gente, de hablar con su tía.

Y yo no paraba de pensar en lo anticonsumista que creo que soy y la lección tan grande que me estaba dando mi bebé.

Hoy no vienen los reyes. El año que viene… no lo sé

Tras el jaleo de horarios navideños, las vacaciones de su padre, el sprint de trabajo que yo he hecho para aprovecharlas, las visitas a todas horas, el cambio de su cuarto… Monete lleva dos semanas y media de sorpresas, entusiasmo, contacto con gente y mucho cansancio.

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Así que hoy no vienen los reyes. Nos saltamos la cabalgata. Mañana no habrá regalos esperándole en el salón, ni bajo nuestro árbol de navidad de fieltro y figuras con velcro, que, por tanto, nos tocaría ir quitando: ya ha cumplido su función. Hoy tendremos una noche tranquila, intentaremos recuperar la rutina y que sea capaz de bañarse y cenar y dormirse antes de medianoche; y mañana le despertaremos, como cada día, con risas y besos, y tendrá, como cada día, montones de cosas con las que jugar: muchas más de las que necesita.

Y yo, que no quería ser parte de eso que viví como un gran engaño, me siento como si le robara algo a mi bebé.

Porque veo pasar por Twitter recuerdos de la ilusión infantil de otras madres de mi TL y pienso que no hay mayor error en la crianza que pretender evitar lo que te pasó a ti, porque no deja de ser una forma de proyectar: y tu hijo no eres tú.

Y veo iniciativas hermosas como la que cada año emprende @Gamusino haciendo fotomontajes de los reyes magos frente a todas las casas que se lo piden y pienso que eso que yo entendí como un gran conspiración también nos hace a los adultos más generosos, más divertidos y más implicados, aunque sea solo algunos días al año; y eso es hermoso.

Hace unas semanas leí en Twitter a una chica que compartía su infancia llena de ilusión navideña sin haber pasado por el relato de los reyes magos, y pensé que quizá sí hay fórmulas que permitan conseguir lo mejor de cada cosa.

Mis padres jamás me educaron en la farsa de los reyes magos.
Y os juro que tenía tanta o más ilusión que los otros niños.
Iba con mi padre a la tienda del pueblo a elegir juguetes. Me hacía señalar diez y después él decidía por sorpresa.
Me importaba el regalo, no quien lo traía.

— La gata con joyas (@Lagataconjoyas) December 9, 2019

Pero, como todo en crianza, es posible que esa fórmula sea única para cada familia, y que deba renovarse permanentemente para seguir sirviendo a cómo nos sentimos cada uno de sus miembros.

Así que, quién sabe. Quizá el año que viene vayamos a ver a los Reyes Magos pasear por el frío de Madrid, quizá finja risas de señor gordote y barbudo mientras retienen a Monete jugando en otra habitación, quizá me deje llevar y procure que crea que está pasando de verdad, quizá le diga que es un juego, un ritual, y espere que en su cabeza tenga sentido dentro de unos años. O quizá no, y sigamos sin tener noche de Reyes, comiendo las uvas por la tarde y siendo los raritos de la cena de Nochebuena.

No lo he resuelto en quince años, quizá tenga que esperar a que sea mi hijo quien me indique la mejor forma de hacerlo.

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