Que vale tanto como comenzar diciendo: "Érase una vez..." un mundo en el que cada cosa ocupaba su lugar sin más pensar ni calcular ni comparar. Como los copos de nieve, cada uno cayendo exactamente en su lugar, en silencio y sin darse ninguna importancia.
Un tiempo en que lo ideal encajaba con lo real como una caja con su tapa.
En el que ininterrumpidamente había un intercambio de cortesías entre el alma y Dios.
Un tiempo en el que los hombres no "creían" en Dios sino que experimentaban Su Presencia. El asunto entonces, en aquel tiempo tan antiguo y lejano, no era si existía o no, ni si era el más grande o el único o cualquier cosa parecida... sencillamente estábamos enlazados y no-separados.
Hoy no experimentamos ni Su Presencia ni la ausencia de Su Presencia.
Hay una antigua profecía en Amós, en al Antiguo Testamento, que dice: "Día llegará en que no habrá hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra de Dios". Ese día ha llegado y es hoy desde hace siglos.
Cambiamos Dios por Tao o por Unidad o por Naturaleza o por Realidad o por Ku. Pero todas van con mayúsculas porque, al final, todas esas palabras se refieren a nuestra Casa y todos queremos volver a Ella, donde todo encaja y encajamos. Ese lugar que no es un lugar, sin tiempo ni espacio, que sabemos que existe porque alguna milagrosa vez nos ha tocado con su esplendor. Eso que los tibetanos llaman La Clara Luz del Ser.
Algunos encuentran el camino de retorno en la música, otros sumergiéndose en la poesía de las grandes palabras, otros hacemos zazen y justo cuando anudamos la primera atadura del kimono comenzamos a entrar allí. Y muchas veces volvemos a Casa cuando la Eternidad nos toma por asalto al perdernos en los ojos de un alma que nuestra alma ama y el tiempo se suspende y se restauran los sellos antiguos.