Hacer huelga consiste en renunciar a parte de la integridad individual con el fin de ver mejoradas las condiciones del colectivo al que se pertenece; cuando hacemos huelga trasladamos el yo y ponemos en su lugar el nosotros. La huelga es un ejercicio de empatía y toda huelga acarrea responsabilidades y consecuencias. La primera consecuencia consiste en perder dinero. Conviene recordar esto ahora que ciertos medios de comunicación se empeñan en tildar la huelga del día catorce de “huelga política” y, por lo tanto, ilegal.
Que una huelga sea o no legal nos da una idea de la esquizofrenia a la que puede llegarse para tratar de limitar un derecho adquirido, como si nos dijeran: si, puedes hablar, pero no hables demasiado alto, que molestas.
Los medios de comunicación de la derecha tratan de desplazar el debate trayendo otros asuntos, jugando al despiste, ¿dónde está la bolita? En lugar de responder frente a la reforma laboral acusan a los sindicatos de recibir dinero público. En lugar de armar con argumentos sus razones señalan para que miremos a otro lado: son las subvenciones, es el funcionariado, es el insostenible estado del bien estar.
Así las cosas, mucha gente empieza a creer que sólo hacen huelga los liberados sindicales, o los parados (menuda paradoja), o aquellos que no tienen nada que perder. Mucha gente también empieza a creer que los sindicatos no sirven, que son inoperantes precisamente por recibir subvenciones públicas. El desprestigio de la política siempre ha convenido mucho a la derecha, porque de ese desencanto ha sacado un rédito imposible bajo condiciones normales. Desestructurar la sociedad es el primer paso para hacernos creer que estamos solos, y que por lo tanto todo esfuerzo de juntar a más de tres personas para sujetar una pancarta es una quimera. Esa es la estrategia del poder.
No creo que la cuestión sea quién convoca la huelga, poner el acento ahí hace que la realidad quede relegada; también, entrar en disquisiciones legales acerca de la naturaleza de la convocatoria, hace que olvidemos cuál es el objetivo, cuál la filosofía de la protesta: parar, detener la máquina del mundo. Ese debería ser el espíritu; renunciar a un día de sueldo para presionar a los poderes fácticos, agitar la conciencia de los poderosos mediante la no acción, la no productividad. Un paro general no es un capricho de liberados sindicales (como nos quiere hacer ver todos los días Federico Jiménez Losantos); en una huelga general está en juego el prestigio de la masa silenciosa que alimenta las urnas.
Si es o no una huelga política importa poco, durante los últimos años del franquismo todas las manifestaciones y las huelgas tuvieron un marcado carácter político, pero de eso parece que se han olvidado ya los grandes padres de nuestra democracia. Salir a la calle para algo más que para comprar el pan y comprobar que otros, como yo, se aventuran a pisar las aceras, a hacer suya la calle, es un derecho que debemos reivindicar siempre, cueste lo que cueste.
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