En su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita las Humanidades, Martha Nussbaum argumenta que las crisis más urgentes son la medioambiental y la educativa. Le preocupa especialmente la segunda, pues mientras los efectos del cambio climático saltan a la vista y existe un frente global de oposición a la deriva de la destrucción del planeta, la desaparición de la formación humanística erosiona de manera silenciosa y paulatina los fundamentos de la sociedad. Ella señala que la elección a la que nos enfrenta la crisis de las Humanidades es entre una educación para la sociedad o una preparación para la rentabilidad. “La desaparición de la formación humanística erosiona de manera silenciosa y paulatina los fundamentos de la sociedad” Tomemos el ejemplo mencionado para entender cómo esta crisis se materializa en políticas concretas y cómo podría ser diferente. El error de la UDC no ha sido cambiar el anticuado currículo de la titulación, sino la dirección del cambio y las justificaciones ofrecidas. Aduciendo que el grado tendrá más salidas han reducido presencialidad y lo han unido con otras disciplinas y Turismo —algo previsible dentro de la lógica de la rentabilidad, por aquello de que es el sector que más aporta al PIB nacional—. Su error ha sido doble: por un lado, queriendo defender las Humanidades de su desaparición las han atacado; por otro, manejan una identidad colectiva equivocada de la adolescencia tardía. La cuestión ideológica primero: en sus acciones y justificaciones, el claustro profesoral que ha decidido reformar el grado ha operado en un tablero que da ventaja a los estudios universitarios de formación profesional sobre los humanísticos. Al intentar defender las Humanidades en el espacio dialéctico de la lógica mercantil las han atacado, acelerando su desaparición como estudio reglado. Es decir, definir las Humanidades como saberes que también ofrecen trabajo refuerza la visión mercantilista de la universidad para la cual sobran. ¿Qué se debería haber hecho? Deberían haber cambiado el espacio dialéctico en el que operan. Deberían haber defendido las Humanidades desde sus propias tradiciones y términos, mostrando su indispensabilidad para entender a otros desde sus lenguas, culturas y cosmovisiones; para promover la igualdad y la justicia social; para manejar crítica y lógicamente información compleja y contradictoria; para ser capaces de considerar una cuestión desde múltiples perspectivas; para pensar creativamente; para la convivencia democrática; para la comprensión de las fuerzas históricas que construyen la realidad; y para aprender, entender y moverse con soltura en el conjunto de las mejores respuestas que la humanidad ha dado a sus grandes preguntas. De esta manera, no solo hubieran desplazado el espacio dialéctico de la discusión, resemantizando las nociones de educación y universidad; además, hubieran atraído a más estudiantes que diciéndoles que entre los cursos sobre los tipos de edificaciones que pueden obtener el certificado de Casa de Turismo Rural y los cursos sobre diferentes tipos de turisteo y turistas en la Costa del Sol leerán a Nietzsche y verán algún cuadro de Caravaggio. De todos modos, si queremos abordar la crisis global que señala Nussbaum, un año de formación humanística debería ser obligatoria para obtener una titulación universitaria. Parece fácil ponerse de acuerdo en que nadie debería graduarse, en la disciplina que fuese, sin antes haberse educado; y en que esta función ya no la cumple satisfactoriamente el bachillerato, bien por la complejidad y globalización del mundo actual, bien por los bajos resultados de España en los informes PISA. Como sabemos, actualmente los grados preparan para ejercer una profesión. Es comprensible: nadie desea contratar un arquitecto que no sepa de arquitectura. Pero eso no debería ser todo. La preparación para ejercer una profesión debe ir acompañada de una preparación para la ciudadanía democrática y de una formación esencial en la historia de la expresión humana y de lo que significa ser humano. La universidad debe cumplir su verdadera función desde la Ilustración: cultivar las facultades de pensamiento e imaginación que nos hacen humanos y que hacen que nuestras relaciones sean relaciones humanas ricas, y no meramente de uso y manipulación. “En Estados Unidos todos los alumnos están obligados a tomar cursos de escritura y lectura crítica” Existen modelos que entienden el valor de las humanidades y las protegen: en Estados Unidos, por ejemplo, todos los alumnos están obligados a tomar cursos de escritura y lectura crítica, así como deGreat Books. También la élite entiende el valor de las humanidades sin necesidad de explicaciones: cuando, recientemente, Marco Rubio, senador del partido republicano estadounidense, afirmó que la sociedad necesitaba más fontaneros y menos filósofos, no se refería con el sintagma “la sociedad” a sus hijos, que leerán a Homero en las mejores universidades del país. Hay aquí, finalmente, una cuestión de clase: en España se ha hecho creer a las clases media y baja que existe una correlación entre el tipo de estudios realizados y la posibilidad de encontrar una ocupación laboral. Sin embargo, en un país donde más de la mitad de los menores de 35 años no encuentra empleo a pesar de sus múltiples titulaciones esta creencia desaparecerá si no lo ha hecho ya. La estadística muestra que tener o no trabajo no es una cuestión primordialmente de tipo de estudios cursado, sino de linaje. Como ha sido siempre. Nos jugamos mucho. Como sociedad, debemos escoger entre educar para la democracia o para la rentabilidad; entre una educación que cultive y prepare futuros ciudadanos o una universidad que produzca empleados. Para ello primero debemos saber si nos sentimos responsables de asegurar que la educación que reciben nuestros hijos sirve a los propósitos y la naturaleza de nuestra sociedad y a su formación como individuos con criterio y capacidad expresiva, o si preferimos que nuestros hijos sirvan para aumentar la plusvalía de alguna empresa. La prevalencia de una u otra opción definirá la universidad del futuro.
Por: Juan Manuel Escourido Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/09/19/opinion/1474287009_361916.html