La humillación proviene del hecho de que trato en vano de no ver mi verdadera impotencia. No es la impotencia misma lo que causa mi humillación, sino el impacto que experimenta mi pretensión de omnipotencia cuando choca con lo que trae el mundo exterior.
No me siento humillado porque el mundo exterior me niega, sino porque no puedo anular esa negación. La verdadera causa de mi angustia no está en el mundo exterior, sino en la pretensión que lanzo sobre el mundo exterior y que choca contra la pared que me presenta la vida.
Cuando deje de pretender, nada volverá a herirme nuevamente.
Mi humillación-angustia revela la herida de un conflicto interior entre mi tendencia a verme todopoderoso y mi tendencia a reconocer los hechos concretos que me presenta la vida en los cuales mi omnipotencia es negada.
Siento angustia y humillación cuando estoy partido entre mi pretención subjetiva y el reconocimiento de mi situación en el Universo.
En nuestro deseo de escapar de la angustia, buscamos doctrinas de salvación, buscamos un maestro. Pero el maestro no está muy lejo, está ante nuestros ojos y ofrece constantemente su enseñanza cruda en nuestra vida cotidiana.
La evidencia de nuestra salvación está ante nuestros ojos, la evidencia de nuestra no-omnipotencia, de que nuestra pretensión es radicalmente absurda, imposible, ilusoria; la evidencia de que no hay nada que temer por esperanzas que no tienen realidad, de que estamos y siempre hemos estado sobre el suelo de modo que no hay caída posible, de que el vértigo no tiene razón de existir…
Si me siento humillado es porque mis automatismos imaginativos han neutralizado la visión de la evidencia ocultándola en la oscuridad. No me beneficio de la sana enseñanza que constantemente me está siendo ofrecida porque la niego y me empeño habilidosamente en eludir la experiencia de la humillación.
Si surge alguna circunstancia humillante, ofreciéndome una maravillosa oportunidad de iniciación, inmediatamente alguna parte mía se esfuerza por conjurar lo que se me presenta… y hace todo lo que pueda para restituirme al estado habitual de satisfecha arrogancia en el cual encuentro un respiro transitorio pero también la certeza de futuras angustias.
Constantemente me defiendo contra aquello que me ofrece la salvación, lucho denodadamente por defender la fuente de mi infelicidad.
Y así voy creyendo ilusoriamente que asciendo… desoyendo el llamado de la vida total que me canta desde abajo, desde el suelo de esta Tierra, invitándome a besar lo pequeño, a la humildad… y cantando sin rendir su voz me muestra que aquí, en lo imperfecto, se encuentra la divinidad.
Por Andrés Ubierna con selecciones de La doctrina suprema, el Zen y la psicología de la transformación, de Hubert Benoit