Sin llegar al fanatismo criminal del caso de Charlie Hebdo, semanario donde un comando de yihadistas asesinó a doce de sus redactores por unas caricaturas sobre Mahoma que había publicado días antes, la presión de lo políticamente correcto y las precauciones contra toda expresión que pueda considerarse, no ya delito, sino incluso una forma de discurso condescendiente con el odio, acabarán por impedir, tal vez prohibir, todo chiste, chascarrillo o bufonada cómica en el escenario público si se refiere o representa menosprecio al color de la piel, la etnia, la raza, la condición sexual, las creencias religiosas, las discapacidades, la ideología, el nivel social, cultural o económico, la capacidad intelectual y hasta el aspecto físico. De hecho, ya pertenecen a nuestro pasado más vergonzante aquellos sketchs de Martes y trece que nos hacían sonreír con lo de “maricón de España”, “mi marido me pega” o “Paca, cabrona, qué fea eres”. Hoy resultan inadmisibles.
Los chistes pueden ser más o menos provocativos y transgresores, recorrer la fina línea que separa lo tolerado de lo prohibido, pero si no incitan al odio y la violencia y no constituyen en sí mismos un ataque flagrante a derechos inviolables de las personas, simplemente son muestras de una libertad de expresión que hace de las burlas y la sátira de costumbres, situaciones y prejuicios un motivo de risa. Más que al humorista, el chiste y la risa nos arranca la máscara de tolerancia y moralidad social con que nos cubrimos y nos enfrenta a los pensamientos prejuiciosos que todavía albergamos. El racismo y la discriminación no están en el chiste, aunque algunos los utilicen, sino en nosotros, y por eso nos hace gracia. Lo intolerable y aborrecible no es el chiste, sino el racismo que aún permanece larvado en nuestros hábitos de convivencia y que asumimos de manera consciente o inconsciente. Por eso nos reímos, porque nos reconocemos, sin decirlo pero pensándolo, con la burla o la ofensa divertida que el chiste expresa.