El film dirigido por Tanya Wexler es un potente caleidoscopio universal de sensaciones y sentimientos que desgraciadamente se queda en un mero apunte victoriano de la invención del primer vibrador, como elemento curativo del concepto de histeria manejado en la sociedad inglesa de finales del siglo XIX, y sólo eso. Por ejemplo, la vertiente más reivindicativa del prototipo de mujer concienciada de su posición en el mundo que le ha tocado vivido, y que está protagonizada por una siempre sonriente y optimista Maggie Gyllenhaal (Charlotte Dalrymple), es derrotado a conciencia a medida que avanza la película por la historia de sus empujes y retrocesos con el joven médico al que da vida Hugh Dancy, y que ejerce como prometedor médico ayudante del padre de la propia Charlotte en la consulta benefactora de la histeria colectiva que arrasa entre la mujeres de Londres. Un elemento apenas sugerido, y que acaba siendo más conciliador que revolucionario, pero que encuentra su contrapunto en los momentos donde el espectador puede reír con ganas y de una forma nada forzada, sobre todo, en las escenas donde se prueba el novedoso invento y en las reacciones que éste produce en las diferentes pacientes que lo prueban.
Como toda película de época inglesa, tanto la escenografía como el vestuario son exquisitos en los detalles y en la manufactura, jugando a parte iguales entre el formalismo más clásico y el punto excéntrico de lugares como el laboratorio eléctrico, donde Rupert Everett (amigo íntimo del doctor Granville) inventa accidentalmente el vibrador; un espacio impregnado de grandes dosis de imaginación y manierismo, que unidos a una luz casi ausente, recrean una atmósfera como de cuento de terror, como un perfecto paradigma, que convierte a Hysteria en un intento fallido de mostrarnos uno de los pasos más importantes en el camino de la liberación de la mujer, que desgraciadamente en este caso se pierde en la anécdota, como si todo fuera un juego de meras vibraciones victorianas.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.