I (heart) mi pediatra

Por Pingüicas

Hoy cumple Luca 1 semana de estar enfermo. Nada grave, pero no está en condiciones de ir a la escuela. ¿Qué tiene? Todo: calentura, garganta, tos, gripa y estómago. Además, se lo comió un mosquito, así que también tiene comezón…

Pobre.

Si esto hubiera sucedido con Pablo ―hace 5 años― seguramente ya estaría presentándome en el consultorio del pediatra por segunda vez esta semana (mamá primeriza). Pero no, pobre Luca, le tocó ser el tercero. Para ir al pediatra tiene que estar sangrando o ya de plano, moribundo. Pero para que no piensen que soy mamá negligente, sí le eché un telefonazo al doctor. Lo cual me lleva al tema de este post: los pediatras.

Amo a mi pediatra. Es lo máximo. Es un señor ya grande que al parecer, ya lo ha visto todo. Nada lo espanta y todo lo sabe. Me da la tranquilidad que necesito: me regresa rápido todas las llamadas, siempre está disponible para recibirnos y toma las medidas necesarias para evitar que las cosas se compliquen. Pero dentro de todo, es muy relajado en su forma de reaccionar ante cualquier enfermedad. Además, conoce perfecto a mis hijos. Sabe en qué escuela van, cuántos años tienen, qué les gusta y qué les da miedo. Esto sólo hace que yo lo quiera todavía más.

Ya sé, qué clavada… pero, ¿saben qué? Me costó muchísimo trabajo encontrar un doctor así; un doctor en el que confiara plenamente. Y créanme, ya pasé por varios. Ahí les van:

La doctora que recibió a Pablo cuando nació, lo tuvo internado en Terapia Intermedia por varios días. La aseguradora nunca nos cubrió esos gastos porque ella nunca pudo justificar que el bebé hubiera tenido algo que ameritara tenerlo ahí.

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Decidí llevar a Pablo con el que era mi pediatra cuando yo era niña. ¿Qué problema le vi? Que era fan de las vacunas. Demasiado fan. Llevábamos a Pablo a consulta y salíamos todos vacunados, hasta su papá y yo. Recuerdo que una vez hasta tuve una pesadilla de que me perseguía con una jeringa…

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Llegamos con otro pediatra. Éste era fan de los antibióticos. Según nosotros, llevábamos a nuestro bebé completamente sano a su revisión mensual, pero aparentemente no, porque siempre salíamos con una receta larguísima de medicamentos. Una noche, escogiendo dentro de la lista qué medicina sí darle y qué medicina no, Beto dijo: “o confiamos plenamente en él o cambiamos de doctor…”.

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Fuimos con otro doctor que tenía fama de ser muy relajado. Su lema era: “si está llorando, seguramente lo que tiene es calor”. Ahora, Beto siempre ha sido de la idea de que yo tiendo a cubrir a mis hijos demasiado (no es mi culpa ser tan friolenta y ya saben… si mamá tiene frío, TODOS se ponen el sweater, ni modo). Por lo tanto, le gustó la idea de ir con este doctor. ¿El problema? Hablaba hasta por los codos. La primera (y única) consulta a la que fuimos duró aproximadamente 2 horas.

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Finalmente llegué con este pediatra al que adoro. ¿Y saben qué? Que ayer lo quise todavía un poquito más. Verán, le hablé por teléfono para preguntarle acerca de Luca. Él le mandó un medicamento que forzosamente requería una receta médica. ¿Qué pensé? Seguro va a querer que se lo lleve a consulta (no me malinterpreten, si es necesario, lo llevo. Pero en serio que éste no era el caso)… Pero no. Para sorpresa mía, dijo: “mándame a alguien para que recoja la receta”.

Así de fácil. Tipazo.

Y, ¿saben qué? Luca ya está mucho mejor.

¿Ven por qué lo quiero?