Tras una dilatada ausencia, el testamento operístico de Vincenzo Bellini llega al escenario del Teatro Real de Madrid. I puritani, ópera de ambientación histórica inglesa muy del gusto romántico de la época (no es ninguna casualidad que la Lucia di Lammermoor de Donizetti sea inmediata coetánea) que triunfó en 1835 en ese París tan disputado como anhelado por un compositor italiano del Primo Ottocento, se erige como el cenit teatral indiscutible de su autor, donde consigue hacer refulgir con luz propia como nunca hasta ese momento sus mayores cotas de inspiración, apoyado en la más elaborada y vigorosa de sus orquestaciones, en un don lírico y melódico inagotable y en unas nutridas dosis de vocalidad virtuosística puestas, en mayor medida que en óperas anteriores, al servicio exclusivo de la expresión dramática.
Una ópera donde la inefable pureza del canto lo rige y sustenta absolutamente todo, hasta el punto de llegar a constituir el propio sostén de lo puramente dramático y teatral, la esencia misma del melodrama. Esta obra, suprema culminación de la cantabilitá donde el mismo recitado se subordina a las expansiones líricas del bel canto y que se convierte en modelo a seguir por el joven Verdi en subsiguientes décadas, se encamina a provocar lo que, con su maestría y refinado oficio, el propio Bellini siempre perseguía abiertamente: que la emoción se abriera paso hacia lo más hondo del corazón de los espectadores, y que éstos, sobrecogidos, estallasen en lágrimas.
Una partitura en la que se hilvana melodía exquisita tras melodía exquisita requiere un conjunto vocal que haga frente a la exigencia técnica que demandan sus particellas, especialmente las tesituras agudas de la prima donna y el primo tenore, como es habitual en este repertorio belcantista. En el segundo reparto de esta producción del Teatro Real el tenor tinerfeño Celso Albelo encarna a un Lord Arturo Talbo con verdadero arrojo y valentía. Su entrega con el más que exigente papel está fuera de toda duda, pese a su entrada, levemente destemplado tras descender del segundo Do 4, en esa primera prueba de fuego, mitad aria, mitad concertante, que es el "A te, o cara". Durante toda su recreación del personaje, que fue en continuo ascenso, supo mostrar una voz de descollante metal y una genuina tímbrica que no obstante rememora al oído la de Alfredo Kraus, sin que por ello sea un mero epígono, alcanzando sus mayores logros en el tercer acto a la hora de exhibir gran nobleza de canto, belleza en el fraseo y unas muy emotivas pero arriesgadas mezza voci en el aria "A una fonte aflitto e solo", antes de un dúo "Vieni fra questa braccia" de alto vuelo, con agudos en su sitio, vibrante y exaltado, y el postrero concertante "Credeasi, misera!", en el que coloca con aplomo, entera seguridad y no menos esfuerzo el doble fa sobreagudo, un regalo de la particella de Arturo con el que pocos se atreven. En suma, una recreación la de Albelo de muchos quilates y puro belcantismo.
A su lado, la gratísima sorpresa de la soprano rusa Venera Gimadieva asume el rol de Elvira Valton con suma facilidad y comodidad en la coloratura que le exigen pasajes como la polacca "Son vergin vezzosa" y la escena de la locura del acto segundo ("Rendetemi la speme"... "Vien diletto é in ciel la luna"), realizando un rosario de ornamentaciones en la repetición de la melodía principal de esta cavattina. En su primorosa voz, que maneja el virtuosismo con flexibilidad, la mayor pureza de la línea, traducida en canto legato y delicados filados de notas largas, la consiguió desplegar en el concertante final del primer acto, "Ah, vieni al tempio fedele Arturo", uniendo a su corrección técnica una caracterización teatral revestida de fragilidad y ausencia que conviene muy bien a su personaje. Tanto Gimadieva como Albelo recibieron las mayores muestras de aprobación del público, que no dudó en manifestar su entusiasmo tras las intervenciones señeras de ambos cantantes, en especial el dúo del tercer acto.
En el apartado masculino de voces graves, el barítono George Petean da vida a un Riccardo Forth algo desvaído en escena, con una voz que convence en el primer acto se compenetra con eficacia en el emocionante dúo del segundo acto a la del bajo Roberto Tagliavini como Giorgio Valton, tío de Elvira, espléndido cantante de voz plenamente timbrada y robusto color cuyo canto noble se adecua sin fisuras al estilo, brindando momento de suma belleza en su primera escena junto a Elvira y sobre todo el grado de expresividad con que desgrana su aria con coro "Cinta di fiori" del segundo acto.
Totalmente intrascendente la aportación de la mezzosoprano Cassandre Berthon como Enriqueta de Francia que, continuamente descolocada en voz, no consigue imponerse a las fuertes dinámicas de Pidó. Completan el reparto las episódicas y simplemente correctas intervenciones del bajo Miklós Sebestyén como Gualtiero Valton y del tenor Antonio Lozano en el lugarteniente Bruno Robertson. El Coro Titular del Teatro Real Desde el foso, la batuta de Evelino Pidó se impone vitalista, ardorosa y extremadamente minuciosa, subrayando casi cada acorde de la partitura con pujanza e impulso nervioso en sus ademanes, con contrastes a veces un tanto acusados entre tempos y dinámicas y cuyo discurso narrativo se apoya ante todo en una sobresaliente sección de trompas de la Orquesta del Teatro Real.
La sobriedad de la propuesta escénica de Emilio Sagi, que recorre caminos ya explorados, opta más por el componente meramente estético y contemplativo (y no por ello menos bello) que por el dramatúrgico que por otro lado esta trama operística demandaba, presentando una puesta en escena distensionada y de escaso movimiento que busca no distraer del puro canto situando de forma estática a una parte del coro a ambos lados superiores de la caja negra de triple pared que diseña Daniel Bianco, cuya escenografía de suelo de arena oscila entre la negrura del color imperante de la corte puritana en contraposición con la pureza del blanco que se impone al elevarse el fondo del escenario, alcanzando el mayor componente decorativo la legión de lámparas modelo araña que desciende del techo durante la entrada de Arturo y que también preside la escena de la locura donde Elvira, en su enajenación, porta una luna menguante.