No hay adultos, todos han muerto en un accidente de avión. Pero a los chicos supervivientes, a la mayoría de ellos al menos, la desaparición de los mayores no les preocupa demasiado. Su ausencia les ha regalado una libertad tan soñada como inesperada. Se acabaron los horarios estrictos para comer y dormir, las clases, los deberes, las demasiadas normas que cumplir. De golpe, se han desplomado los muros del internado, aunque la isla sea una cárcel sin barrotes. Un escritor del XIX, el siglo del progreso, habría escrito una fábula feliz con los pequeños robinsones, pero Golding, marinero en Normandía, maestro en la pobre posguerra inglesa, conoce demasiado bien a estos niños que rozan la adolescencia… y a los hombres que pueden llegar a ser.
Es lo que escribe Ian McEwan en el texto que acompaña la hermosa edición con la que Libros del Zorro Rojo celebra el sesenta aniversario de ‘El señor de las moscas’. Cuando la leyó por primera vez, McEwan tenía la misma edad que Ralph, Piggy y Jack, los tres grandes protagonistas de la novela. Como ellos, era un niño (de) internado, así que podía entender y sentir su miedo, su confusión, su fascinación por la violencia, su odio arbitrario, su crueldad con el diferente… Sabía, como contaría muchos años después en ‘El jardín de cemento’, que la desaparición de los adultos llevaría al caos.
Del relato de la primera lectura de Ian McEwan de la novela de Golding he robado un puñado de líneas, ilustradas por las imágenes que Jorge González ha creado para ella. Sólo tienen un fin: despertar en ti el deseo de leer y tener esta gran edición.
“Leí ‘El señor de las moscas’ en el internado cuando tenía trece años, en una edición especialmente reforzada – sin ironía ni, probablemente, demasiado éxito – contra el salvajismo cotidiano de los colegiales (…) Era el tipo de libro que crujía la primera vez que se abría, y la cola de la encuadernación desprendía un olor ligeramente fecal, que pronto asociamos a chicos atiborrados de frutas tropicales a los que les había entrado un apretón en la playa. El texto era sorprendentemente claro, en armonía con las aguas límpidas de la laguna. Algo me habría llegado de la fama de la novela porque ya sabía que era un libro escrito por un adulto para que otros adultos le prestaran toda la atención.
En esa época ardía en deseos de entrar en el mundo de los libros de verdad. Empecé la primera página con avidez y leí demasiado rápido porque me quedó la idea de un chico con una cicatriz enorme y un pájaro capaz de hablar. Empecé de nuevo, esta vez más despacio, y me inicié, aunque entonces no podía saberlo, en el proceso mediante el cual los escritores le enseñan a uno a leer. No todas las cicatrices las llevan las personas, esa estaba en el entramado de la jungla. Y el chillido de un ave podía encontrar eco en el chillido de un niño, y por lo tanto parecerse a él.
Como coetáneo de Ralph, Piggy y Jack, me sentía muy próximo a sus problemas, el más urgente de los cuales parecía – ya que yo no quería que rescataran a los muchachos – la dificultad de discutir algo en grupo y llegar a conclusiones útiles (…) A los doce o trece años, con un poco de intimidad y necesidad, uno podía trazar una línea de pensamiento a solas, llegar a algún tipo de vaga conclusión. Hacerlo con un grupo de amigos era prácticamente imposible (…) No podíamos organizar nada nosotros solos. Los pensamientos que uno tenía se esfumaban. Golding lo sabía todo sobre nosotros. En ‘El señor de las moscas’ se me mostraban el desorden y las limitaciones de mi pequeña sociedad. Por primera vez en mi vida leía un libro que no dependía de personajes antipáticos o de villanos como fuente de tensión o maldad (…) A todas luces, no estábamos a la altura. No conseguíamos pensar con claridad, y en grupos suficientemente grandes éramos capaces de cometer atrocidades. Al tomármelo todo tan en serio, quiero pensar que en cierto sentido fui un lector ideal”.
‘El jardín de cemento’. Ian McEwan. Tusquets. Barcelona, 1982. 156 páginas, 16 euros.