Identidades secretas (V): Retrato íntimo

Publicado el 05 octubre 2022 por Ildefonso67
Vista del Pico Ocejón, en Guadalajara. Foto: Wikipedia.

Sus manos de niña extrajeron la caja de debajo de la cama. Era metálica, de color rojo brillante, y en su origen había contenido un surtido variado de galletas y pastas. Cerró la puerta de su habitación y se sentó en la mecedora, junto a la ventana. Despacio, ceremoniosamente, abrió la caja y miró en su interior. Durante unos segundos, sólo observó. Luego alargó sus dedos hacia su contenido, y revolvió con cuidado, con los ojos cerrados.

Alguien entró de golpe en el cuarto sin llamar, pero aun así le dio tiempo a cerrar la caja y esconderla debajo de la mantita con la que se cubría las rodillas. Por la forma de irrumpir ya sabía antes de verla que no era ella. Ella siembre llamaba antes de abrir, y luego la buscaba pronunciando con afecto su nombre. 

Mientras la otra mujer, la antipática, deambulaba por la habitación comprobando cosas, cambiándolas de sitio, ella permaneció sentada, escondiéndose de aquella presencia fingiendo mirar hacia el exterior por la ventana cerrada, cuando en realidad seguía examinando con las yemas de sus dedos el cofre oculto bajo la manta.

Sin decir palabra, igual que cuando había entrado, la intrusa se marchó dejando la puerta abierta. María escuchó sus pasos alejarse por el pasillo, y cuando se sintió segura se levantó y volvió a dejar la caja bajo la cama. Su secreto seguía a salvo.

Hacía tiempo, mucho tiempo, que no salía de aquella habitación, y no sabía por qué. Quizás estuviese enferma, o castigada por haberse portado mal. En cualquier caso, no se acordaba, pero ya se había acostumbrado. Quizá con el comienzo del curso, en septiembre, pudiera volver a salir para reanudar las clases. Ojalá.

Menos mal que por las tardes ella, la joven amable, le hacía algo de compañía. No mucho rato, porque decía que no podía entretenerse demasiado. Pero al menos la escuchaba y sonreía, y eso le bastaba.

Alguna vez se sintió tentada a enseñarle su secreto, pero al final dudaba y dejaba pasar la ocasión. De todas formas, tenía claro que si alguien debía conocer su contenido esa era la muchacha que tanto la sonreía y que no la regañaba. Porque aquello no era para cualquiera. Había que saber apreciarlo. Y merecerlo, sobre todo merecerlo.

Una mañana miró sus manos y vio que ya no eran manos de niña. Ahora eran manos de vieja, y se asustó mucho. ¿Le estaría alguien gastando una broma? Pensó que quizás estuviera soñando, y volvió a sacar el objeto de debajo de la cama para comprobarlo. La abrió con el corazón agitado. Todo estaba bien, pero tenía que tomar pronto una decisión, o su memoria quedaría perdida para siempre.

Una mañana de principios de otoño, la trabajadora de la residencia entró en su habitación y descubrió a María muerta en su cama. Parecía sonreír, y sujetaba entre los brazos una vieja caja de galletas. Sobre su tapa había pegado un papel donde había escrito dos palabras: “Para Lucía”.

Todo se hizo muy rápido, como requería la situación. Había mucha gente esperando plaza, y la habitación debía estar lista lo antes posible. La jefa de la residencia le dio a la nueva la caja, cuando entró en el turno de tarde. “Era de la mujer de la habitación doce, tenía tu nombre escrito en ella”.

Lucía se llevó la caja a casa cuando terminó su trabajo. Allí la abrió. En su interior solo encontró un montón de hojas de roble secas, un agallón y varias lascas de pizarra. En el fondo había también una vieja fotografía en blanco y negro de una montaña que no supo reconocer, aunque era un pico sin duda singular, con aquella forma piramidal descollando orgulloso del conjunto del paisaje serrano que le rodeaba.

Dedicado a todas las personas que murieron en las residencias durante la pandemia