En las sociedades democráticas, la regla sagrada es aceptar toda ideología que no promueva la violencia. No obstante, dicha afirmación comienza a diluirse en lo que se refiere al islamismo, entendido como aquella ideología política que busca devolver el islam al centro de la vida política y restablecer al mismo tiempo el califato y la ley islámica sin por ello recurrir a la violencia. Con el horror de los atentados yihadistas cometidos por el Dáesh en el retrovisor, la aceptación democrática de esta ideología, calificada como peligrosa por algunos, se pone en jaque.
Pocos conceptos crean tanto fervor como la idea de la democracia. Para muchos europeos, la democracia y la libertad son el ADN de la sociedad. La misma idea se defiende con orgullo en Estados Unidos. Tras los atentados de Charlie Hebdo, el presidente francés François Hollande se hizo eco de esta convicción cuando le comentó a Nicholas Sarkozy que “los ataques no solo están dirigidos contra la democracia, sino contra toda la civilización”. El hashtag #JeSuisCharlie arrasó en Twitter durante los días posteriores al atentado, cuya fórmula se ha vuelto a replicar en otros atentados posteriores. En el momento, la mayoría de medios internacionales calificaron los atentados como un ataque contra la libertad de expresión y contra la democracia misma.
No obstante, ¿hasta qué punto podemos afirmar que somos democráticos? Las democracias están diseñadas para amparar en su seno todo tipo de ideologías, incluso aquellas que se alejen de la norma y estén en los extremos del espectro político. Es más, una democracia debería, al menos en teoría, aceptar la existencia de ideologías radicales siempre y cuando estas no legitimen la violencia. Por ejemplo, el islam como religión ha dado pie a la creación de múltiples ideologías, entre las cuales el islamismo ha sobresalido como una de las más radicales. Hay una creencia generalizada de que las ideologías extremistas son una precondición para el terrorismo, que la existencia de ideas radicales capacita el uso de la violencia. Pero no necesariamente es así.
El Dáesh y la idea del califato
La idea de reconstruir el Califato islámico se remonta a los tiempos del Imperio otomano, aunque ha sido popularizada recientemente por el Dáesh, contra el que se está librando actualmente una encarnizada lucha para liberar los territorios en los que se ha asentado en Siria e Irak. La idea del califato alude sin remedio a un tiempo glorioso del islam, una época de esplendor marcada por importantes avances culturales y artísticos, cuyo exponente máximo es el Bagdad de los abasíes. La ciudad iraquí sucumbió en 1258 ante el Imperio mongol y los abasíes huyeron hacia El Cairo, pero el califato no sería reconstruido hasta la creación del Imperio otomano en 1299. Los compases finales de la Primera Guerra Mundial destruirían lo que era considerado entonces como el elemento unitario de todos los musulmanes. Por consiguiente, y apartándonos de polémicas, tiene sentido que la misma idea del califato despierte sentimientos de nostalgia dentro de algunos colectivos musulmanes, al igual que unos pocos británicos se acuerdan de las glorias de las colonias o partes de España recuerdan su pasado imperial.
El islamismo, por tanto, nace dentro de un periodo histórico muy concreto. Aunque hay mucha confusión sobre el término islamismo, la idea central de la ideología se basa en la pretensión de devolver el islam al centro de la vida política, legal y social. La saría o ley islámica debería, así, tener un papel preponderante en la sociedad. El ejemplo más claro es el de los Hermanos Musulmanes de Egipto, organización fundada en 1928, poco después de la caída del Imperio otomano. Aunque las ideas de su fundador, Hassan al Banna, eran de carácter reformista –no salafista ni yihadista– durante los años 50 el movimiento sufriría un proceso de radicalización. Esta fue incentivada por las ideas de Sayyid Qutb, las cuales han servido de inspiración a los ideólogos de Al Qaeda. Además, el movimiento nunca estuvo exento de polémicas, ya que algunas facciones del grupo optaron por la violencia como medio para imponer su visión de la sociedad. Como ejemplifica el asesinato del primer ministro egipcio Mahmoud al Nuqrashi en 1948 a manos de integrantes del grupo. El año 2012 y la Primavera Árabe verían la vuelta de los islamistas al poder en Egipto, al mando de Mohamed Morsi, que fue posteriormente depuesto y sustituido por el general Fattah al Sisi. Los Hermanos Musulmanes, por tanto, participaron activamente en la vida política del país y fueron elegidos democráticamente. En consecuencia, cabe aseverar que el islamismo tiene una vertiente pacífica que no participa en la violencia.
Sin embargo, el islamismo se ha utilizado también para designar a grupos yihadistas como Al Qaeda o Dáesh. Aunque los objetivos principales —devolver el islam al centro de la vida política— puedan parecer los mismos, el yihadismo considera que la violencia es la única vía posible y suele dirigir sus ataques contra Occidente, al que considera como el mayor responsable del declive del islam. Las similitudes en objetivos han oscurecido los límites entre islamismo y yihadismo: si bien la mayoría de islamistas no han cometido actos violentos, algunos individuos con ideas extremistas sí han dado el salto a la violencia. Al mismo tiempo, el número de islamistas que ha rechazado utilizar la violencia para llevar a cabo sus fines políticos impide que se pueda establecer una relación de causalidad completa entre ambos movimientos. Entonces, si aceptamos que el islamismo no lleva implícita la obligación de cometer actos violentos, ¿podemos afirmar que la ideología no tiene ningún peso especial en lo que se refiere a una mayor aceptación de la violencia? ¿O acaso incita a la misma de forma indirecta? ¿Es el islamismo una precondición para el yihadismo?
El camino hacia el terrorismo
Estas consideraciones se enmarcan dentro de un debate mayor que está en pleno desarrollo por su vigencia actual: ¿cómo se convierte una persona en terrorista? ¿Qué proceso sigue un individuo para pasar a adoptar la ideología yihadista y justificar la violencia? Volviendo al ejemplo del califato, ¿cómo se convence a una persona que crea en la idea del califato a cometer acciones violentas en su nombre? Este proceso ha sido denominado como radicalización, pues se presupone que el individuo se embarca en un viaje en el que secuencialmente va adoptando una serie de creencias que justifican la violencia. El término en sí es problemático, ya que una idea radical no tiene que ir necesariamente asociada a la violencia. El término extremismo sufre de la misma carencia. Asimismo, conviene subrayar que la palabra radical suele acarrear una connotación negativa, pese a que no siempre los radicalismos son fundamentalmente malos. La memoria histórica señala cómo algunas ideologías consideradas como radicales en su gestación han pasado más tarde a formar parte de la norma. La democracia o el sufragio universal son algunos ejemplos significativos.
Existen muchos interrogantes sobre cómo funciona el proceso de radicalización terrorista. Aunque a priori se quisiese afirmar que la ideología es la culpable porque puede incitar a la violencia, no es un elemento suficiente para determinar que una persona va a convertirse en terrorista. Un simple análisis de datos demuestra que el porcentaje de islamistas es mucho mayor al porcentaje de yihadistas. En caso contrario, y por lógica consecuente, el número de yihadistas sería mucho mayor, hasta el punto de que ya estaría institucionalizado en varios Gobiernos. Esto sugiere que la preexistencia de ideas radicales o extremistas no es una condición obligatoria para que exista terrorismo. De hecho, existen casos de adeptos del Dáesh que no presentaban una ideología extremadamente radical antes de unirse al grupo, aunque bien es cierto que durante el proceso de radicalización han ido legitimando cada vez más estas posturas. La variedad de perfiles sugiere que, aunque el objetivo final sea el mismo, el punto de partida de los reclutados es completamente diferente. No todos proceden de la misma clase social ni de las mismas corrientes políticas, ni siquiera de la misma posición religiosa, como ejemplifica el número de nuevos conversos y la divergencia en conocimientos religiosos. Consecuentemente, el énfasis debe estar en la necesidad de buscar otras razones más contundentes que la ideología o la religión para explicar este proceso de radicalización.
Para ampliar: “En la mente del terrorista”, entrevista de Luis Miguel Ariza a Scott Atran en El País
Las explicaciones más significativas —aunque aún incompletas— para la radicalización suelen articularse en torno a la búsqueda de los jóvenes musulmanes de una nueva identidad y un sentimiento de pertenencia a una comunidad, basados en la frustración con Occidente y una percepción de que sus políticas están en guerra con el islam. Los ideólogos de Al Qaeda o el Dáesh han hecho bandera de este último concepto, que también es defendido por algunas organizaciones islamistas, si bien en menor medida. En sí, el rechazo a Occidente es compartido por muchos musulmanes, tanto moderados como radicales. No solo musulmanes han culpado a Occidente, sino que incluso críticos occidentales no han tardado en posicionarse en contra de EE. UU. o Europa por los fiascos de la guerra contra el terrorismo.
En esta línea, se ha de subrayar aquí el rol fundamental de las narrativas, es decir, el hecho de manipular algunos elementos objetivos para adaptarlos a una retórica concreta. Este concepto es fundamental dentro de las organizaciones yihadistas; la guerra contra el islam es un buen ejemplo. No se ha de subestimar el poder de seducción de las narrativas, así como la forma en la que estas resuenan con ciertos individuos, cualesquiera sean las razones. No es tanto la ideología lo que causa la radicalización, sino la forma en la que los yihadistas transmiten y personalizan una serie de principios ideológicos para atraer a aquellos individuos —en Europa, musulmanes de segunda generación— desilusionados con las promesas de modernidad de las sociedades democráticas en las que viven. La percepción de que no encajan los hace más vulnerables a participar en procesos de radicalización.
Para ampliar: “Terrorismo internacional: a un año de los atentados de París”, David Garriga en El Orden Mundial
La elasticidad de las democracias europeas
Si volvemos a Europa, nos encontramos con un problema mayor. A raíz de los atentados cometidos por el Dáesh o Al Qaeda en Europa, en especial los de Charlie Hebdo y los atentados de París y Bruselas, se puede observar cómo en algunos sectores de la sociedad se ha extendido una ola de islamofobia, evidenciada en los programas de varios partidos políticos de ultraderecha en Europa. El rechazo de estas facciones a acoger a refugiados musulmanes parte de la creencia de que el islam como religión es el problema fundamental, porque incita al terrorismo. Si partimos de que dicha percepción está asentada en algunas partes de la sociedad, parece casi inconcebible que se acepte como opción política una ideología como el islamismo.
El problema está en determinar hasta qué punto dicha ideología es compatible con el modelo de sociedad europea. En países sin una clara mayoría musulmana, es imposible justificar la imposición de la ley islámica. Esto no quiere decir que no haya musulmanes en Europa que simpaticen con la ideología islamista. David Cameron, el ex primer ministro de Reino Unido, declaró hace tiempo que hay que luchar precisamente contra esta ideología, que a su entender fomenta el yihadismo. Quilliam Foundation, una organización británica fundada con el propósito de contrarrestar la narrativa extremista, coincide en condenar la ideología como causa del surgimiento del terrorismo, pero con un matiz: aquellos musulmanes islamistas que no inciten a la violencia no han de ser proscritos por adscribirse a esas ideas. Aunque para Maajid Nawaz, fundador de Quilliam, el respeto hacia los islamistas no violentos tampoco implica dejar de luchar contra una ideología que, tanto en sus formas pacíficas como violentas, pretende imponer la religión sobre la sociedad, una idea que solo puede ser calificada como “repugnante”, en sus palabras. Su caso es paradigmático, porque él mismo perteneció a una organización islamista en Reino Unido, Hizb ut-Tahrir, cuyos objetivos son restablecer el califato e imponer la saría. Aunque los líderes han intentado desligarse de la violencia en múltiples ocasiones, algunos de sus miembros se han visto implicados en actos terroristas en varias ocasiones. Nawaz abandonó dicha organización tras un periodo en la cárcel, donde afirma que se dio cuenta de los peligros implícitos dentro de esta ideología.
Por tanto, existe una contradicción clara que se retroalimenta. En primer lugar, las sociedades democráticas tienen el deber de aceptar las ideologías que no promulguen la violencia. Si aceptamos que el islamismo puede existir en una faceta no violenta, el islamismo debería ser aceptado, incluso aunque los objetivos últimos del mismo sean incompatibles con la democracia. No obstante, el islamismo pacífico puede llevar a un cierto sectarismo y aislacionismo de la sociedad que contribuya a su vez a agrandar la división social, lo que puede, en algunos casos, desembocar en actos de violencia. Las ideologías como el islamismo pueden ser consideradas como divisorias y ciertamente son manipuladas por elementos de la sociedad para conseguir una serie de intereses. Los yihadistas la utilizan para justificar la violencia. Los partidos políticos, para ganar adeptos. Facilitar una retórica de enfrentamiento entre Oriente y Occidente, tal y como promulgan algunas ideologías islamistas, solo lleva a un clima extremista, lo cual no quiere decir que una ideología de este tipo no sea defendible en democracia, porque la sola existencia de ramas pacíficas impide condenar a la ideología completa por una violencia que ni siquiera está claro que suscite.
La importancia de las ideologías
En general, las ideologías han sido definitorias durante prácticamente todas las etapas de la Historia. Teniendo en cuenta el importante papel que desempeñan en la actualidad, cabría preguntarse, por tanto, en qué medida las ideologías son fundamentalmente buenas. En el abanico de posibilidades ideológicas, la escala va desde la ausencia hasta la moderación y, finalmente, al extremismo. Una sociedad muy ideologizada tiene riesgos claros en cuanto a que no promueve la cohesión de la sociedad. Si una ideología se crea en contraposición a los principios de otra ideología, dicha ideología promoverá unos principios que serán en cierta medida sectarios. Al contrario, una sociedad sin ideología alguna puede desvirtuar la idea misma en la que se funda, en cuanto a que esta no persigue una dirección concreta. Las ideologías también sirven para dar respuesta a los problemas de la sociedad y encuadrar los debates dentro de un sistema de valores. La escala de grises es infinita, aunque los Gobiernos actuales tiendan más a la primera postura.
En el contexto actual, en el que los vestigios de la guerra contra el terrorismo encabezada por Estados Unidos como respuesta al 11S siguen sintiéndose en nuestras sociedades, el debate sobre el islamismo vuelve a primera plana. Las Primaveras Árabes abrieron una reflexión sobre el tipo de gobierno que debía implementarse en algunos países de Oriente Próximo y sobre la compatibilidad entre islam, islamismo y democracia. Asimismo, la emergencia del Dáesh ha incrementado la sensación de alarma en Europa por la amenaza de los futuros ataques yihadistas y ha dirigido la atención hacia el proceso de radicalización de los terroristas. La conexión entre ambos sucesos no es baladí y muchos señalan a la ideología islamista como el germen del terrorismo.
Todavía existen muchas incógnitas sobre qué elementos facilitan el terrorismo. La ideología puede ser uno de ellos, pero también el sistema gubernamental, las experiencias personales, la percepción de que el islam está en peligro, la familiaridad de un individuo con actos violentos, el deseo de venganza o incluso la mera curiosidad. Como fenómeno que evoluciona con el tiempo, las causas del terrorismo cambian también. Las razones por las que un individuo se afiliaba a Al Qaeda no son las mismas por las que las nuevas generaciones viajan a Siria para luchar con el Dáesh. Lo mismo ocurre si un individuo decide unirse a los talibanes en Afganistán o a Al Shabab en Somalia. Los objetivos de las organizaciones de corte yihadista son diferentes, aunque muchas de ellas partan de un núcleo común, y las diferencias en cuanto a las motivaciones para unirse a ellas varían entre movimientos, países y generaciones. Resulta, por tanto, extremadamente difícil señalar qué elementos tienen más peso a la hora de convertir a alguien en terrorista. No existe una fórmula única que detalle qué ingredientes han de estar presentes. Por ello, conviene alejarse de explicaciones simplistas que reduzcan las causas de un fenómeno tan complejo como el terrorismo a elementos concretos como la ideología, la religión o la situación socioeconómica.
A falta de dicha información crítica, la democracia tiene que encontrar una respuesta ante este dilema. Si rechazamos el islamismo, ¿no será que acaso tenemos una democracia imperfecta? Si lo aceptamos, ¿estamos contribuyendo a la división social y, en algunos casos, a la violencia? No hay una respuesta acertada. A las sociedades democráticas les cuesta mucho poner el límite en estos casos, aunque se coincida en que la violencia es una línea roja. Pero la Historia y el contexto actual demuestran que las fronteras están cada vez más difusas.