«La catedral de los vaqueiros»: esas fueron las palabras que utilizó el sacerdote Antonio Fernández Diez al iniciar su pormenorizada descripción del templo. Y la expresión, un tanto chocante al principio, puede considerarse muy atinada, pues en pocas palabras resalta dos de los rasgos que la caracterizan: la monumentalidad del edificio y su estrecha vinculación con estos asturianos trashumantes de costumbres ancestrales.
Ciertamente, lo primero que llama la atención del visitante que hasta aquí se acerca son las dimensiones de la templo, inhabituales para una pequeña parroquia rural. Parece ser que allá en los inicios del siglo XVIII, cuando se decidió construir una nueva iglesia en el solar que habría ocupado otra, románica y de menor tamaño, los feligreses fueron generosos en sus aportaciones. Algo tendría que ver en el asunto el hecho de que por entonces la actividad ganadera generaba una importante actividad económica, hasta el punto de que en San Martín y con carácter quincenal (un sábado sí y otro no) se celebraba un afamado y concurrido mercado, al que habitualmente acudían los vaqueiros para vender sus animales.
Del exterior, además de sus dimensiones, lo que atrae nuestra mirada es la torre campanario y los pórticos. La primera fue construida a mediados del XIX; los segundos, lo fueron unas décadas antes para proteger las portadas. De éstas destaca la situada a los pies del templo, adintelada, decorada con molduras y enmarcada por dos pilastras acanaladas.
La disposición de los paramentos (mampostería enlucida en blanco y sillares en esquinas y contrafuertes) pone en evidencia la planta de la iglesia, que, como luego comprobaremos, se adapta al tipo de cruz latina con tres naves y crucero.
Una vez en el interior, la estructura queda manifiesta: encontramos las tres naves, sacristías laterales y cabecera plana. Las naves y el crucero están cubiertas por una bóveda de crucería; el tramo central del crucero con una cúpula hemisférica que descansa sobre pechinas.
Si sorprendente puede parecer la visión de la techumbre, de esa bóveda que, al parecer, pudo haber lucido esplendorosa recubierta de pinturas, no nos cabe duda de que mucho más es la que tenemos del suelo, pues lo que pisamos mientras deambulamos de un lado para otro son una sucesión de lápidas que delimitan las tumbas que allí se encuentran. Cada tres piedras planas, una tumba con su correspondiente número identificativo.
Era tal el deseo de los feligreses de que sus restos estuvieran en el interior del templo, que las tumbas ocupan toda la superficie, pero no lo hacen de cualquier forma y manera. Según fuera la condición del finado, su cuerpo iría a una zona determinada y concreta. Aún son visibles las inscripciones que las delimitan. Así de la cabecera a los pies del templo, hay una para los xaldos (denominación que usaban los vaqueiros para referirse a quienes no lo son); otra, intermedia, para los vaqueiros; y por último, la más alejada, que estaba destinada a los forasteros. La primera zona, la más próxima al altar, cuenta además con dos subzonas en los laterales: la del norte, para casados, niños y célibes; la del sur, para nobles.
Con todo, hay una inscripción que destaca sobre las demás y que fue grabada con posterioridad. Parece ser que con el tiempo fue creciendo la rivalidad entre xaldos y vaqueiros. Los unos celebraban sus fiestas en la plaza que se encuentra a los pies del templo; los otros, en el lado opuesto, en la cabecera. Los xaldos no recibían de buen modo las periódicas visitas de quienes pasaban buena parte del año en las brañas. Tanto fue así que algún párroco convirtió la inscripción que delimitaba las tumbas de ambos grupos en límite que los vaqueiros no debían franquear cuando allí acudieran a oír misa.
La inscripción completa es categórica: «NO PASAR DE AQUI A OÍR MISA LOS BAQUEIROS»
Además de la importancia que para los estudios etnográficos y antropológicos pudiera tener todo lo que hasta aquí se ha contado, la iglesia de San Martín de Luiña (declarada Bien de Interés Cultural por el Gobierno del Principado de Asturias en el año 1999) alberga otros elementos de estimable valor artístico como son sus tres retablos barrocos, atribuidos a Gabriel Antonio Fernández, uno de los integrantes del prestigioso taller de Toribio de Nava, y dedicados a la Virgen del Rosario (lateral izquierdo), San Martín (central) y la Virgen de los Dolores (lateral derecho).
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