En el mapa imaginario de nuestro continente, Escandinavia es el silencio de Dios, Italia un escote, Austria un sótano lleno de muertos, Inglaterra un parlamentario con ligueros y España una fritanga hecha con la oreja de Pascual Duarte y el ojo del perro andaluz. Todo muy extremo, sí, como un piano sin teclas centrales.
En el mapa real de la UE existe una zona muy grande llena de esa gente sosa a la que hemos conocido siendo Erasmus (que en paz descanse, tiempo al tiempo) y a la que hemos mirado por encima de nuestro hombro mediterráneo: es esa gente que vive veranos cortos, que va de pesca, que acampa cerca de los lagos y que vive sin drama ni emoción. Todo muy gris, sí, como un profesor de alemán con un jersey tejido por su madre.
¿Hay entre los dos clichés -entre el reflejo del esperpento del arte y la falacia de la experiencia como verdad- sitio para visiones literarias que capturen los matices y significados del europeo normal como personaje? ¿Es Peter Stamm -suizo y realista- quien mejor ha sabido tomarle las medidas a ese ente, mitad pesadilla y mitad sueño burocrático? Y si no sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de nosotros en tanto que europeos, ¿servirá la obra de Stamm como nuestro equivalente cuando en el futuro olvidemos quiénes éramos en esta deriva?
Europa, vista de lejos, con los ojos del arte, es una cosa cansada y pequeña, un aire respirado demasiadas veces, una conversación entre el cuerpo del texto y las notas al pie. Steiner, Houellebecq, Magris, Jelinek o Winkler se han preocupado, cada uno a su manera, de poner orden (o neurosis) en la avalancha de detritos. Pero tal vez la erudición y el grito necesiten un contrapeso en la balanza: la crónica plana de Stamm parecería, en voz baja, completar la foto.
Quien pueda elogiar su obra con razones atractivas o palabras fáciles, que lo haga. Sus novelas tratan de relaciones amorosas (Siete años), del paso del tiempo (Tal día como hoy), de la búsqueda de un sentido vital (Paisaje aproximado) o de todo lo anterior combinado. Es difícil pensar que un lector menor de treinta años, por ejemplo, encuentre en Stamm a su autor de cabecera: hay algo en la neutralidad de su prosa que parece no distinguir lo poético de lo banal ni lo intemporal de lo transitorio. La experimentación formal -ese énfasis que subraya que algo merece ser subrayado- aparece solo ocasionalmente en algún relato, como si Stamm escribiera entonces acerca de una historia y no acerca de la vida. Su mirada -su lenguaje- se posa sin contraste en un mundo sin relieve, como el nuestro. El adjetivo que resuena al leer sus libros es "normal".
Si el aquí y ahora es la falta de propósito en una asfixia lenta, los personajes de Stamm son el reflejo de nuestro continente: ciudadanos de la UE nacidos hace poco y definidos -o indefinidos- por una superficial noción de sí mismos basada en lo reconocible, en lo repetido y lo externo, en lo pasajero y lo prescindible. Y es en esta desconexión con la propia identidad sentimental o regional donde podemos reconocer nuestro desapego y nuestra levedad: nada es muy grave en el fondo, la vida sigue, estamos aquí por haber de todo. Hacía falta un suizo -quién lo iba a decir- para ver las cosas con tan poca gracia. Y con tanto acierto.