LA MAÑANA DEL 7 DE noviembre de 1889, un jueves, el abogado Francisco Glicério de Cerqueira Leite recibió por telégrafo en su gabinete de Campinas, en el interior paulista, un corto mensaje:
¡Venga ya!
El remitente era Manuel Ferraz de Campos Salles, abogado, diputado provincial de São Paulo y futuro presidente de la República. A pesar de la enigmática apariencia del texto, Glicério conocía exactamente el significado del telegrama. Aquellos días, los republicanos paulistas andaban excitados por las noticias de Rio de Janeiro. Las informaciones más preocupantes habían llegado la víspera, el 6 de noviembre. Su portador era el poeta, periodista y profesor pernambucano José Joaquim de Campos da Costa de Medeiros e Albuquerque, futuro autor de la letra del Himno de la República. Medeiros e Albuquerque fue enviado a São Paulo por el paraibano y también periodista Arístides da Silveira Lobo con la misión de avisar a los líderes republicanos locales que la revolución iba a estallar en la capital en cualquier momento.
Todavía con el telegrama en la mano, Glicério consultó su reloj. Como faltaba una hora para la salida del tren a São Paulo, no tenía tiempo de pasar por casa y cambiarse de ropa. Por eso, recurrió al teléfono, novedad tecnológica recién llagada a Brasil y ya disponible en Campinas. Así, consiguió pedir a su mujer que le preparase un equipaje para ocho días, pero, por precaución, no le contó el destino del viaje. Un mensajero le entregó la maleta con la ropa mientras iba camino de la estación.
El abogado campinero – que hoy da nombre a la Bajada de Glicério, área degradada del centro de la capital paulista – llegó a São Paulo al caer la tarde e inmediatamente se reunió con Campos Salles y otro jefe republicano, el minero Bernardino José de Campos Júnior. La gravedad del momento exigía el máximo cuidado. Por eso, los tres – todos ligados a la masonería – pasaron la noche preparando un código secreto de comunicaciones para ser usado por Glicério cuando llegase a Rio de Janeiro. En el lenguaje cifrado que escogieron, determinadas letras serían sustituidas por símbolos que sólo los tres participantes en la reunión podrían descifrar. A la mañana siguiente, mal recuperado de la noche pasada en vela, Glicério se dirigió nuevamente en tren hacia la capital del Imperio, donde una semana más tarde participaría de uno de los acontecimientos más decisivos de la historia brasileña – la caída del Imperio y la Proclamación de la República.
Al desembarcar en Rio de Janeiro, Glicério pudo comprender toda la dimensión de los acontecimientos. El ambiente era de tensión. La conspiración estaba por todos lados. Se conspiraba en las casas particulares, en las escuelas, en las redacciones de los periódicos, en los salones y en las confiterías de la calle Ouvidor, en las plazas públicas y en los teatros líricos. Se conspiraba principalmente en los cuarteles del Ejército. El clima entre los militares era de franca rebelión contra el gobierno. Se tramaba la destitución del gobierno liderado por el minero Alfonso Celso de Assis Figueiredo, vizconde de Ouro Preto, señalado como hostil a las Fuerzas Armadas. Una parte de la oficialidad más joven quería más que eso. Quería el cambio de Monarquía por República.
A las once de la noche del 6 de noviembre, tres días antes de la llegada de Glicério a la capital, un grupo de militares se había reunido en la casa del teniente coronel Benjamin Constant Botelho de Magalhães, profesor de matemáticas de la Escuela Militar de Praia Vermelha y director del Instituto Meninos Cegos. El objetivo era tratar de los preparativos para la revolución. Entre ellos estaban el capitán Antônio Adolfo da Fontoura Mena Barreto, los tenientes Saturnino Cardoso y Sebastião Bandeira, el alumno de la Escuela de Guerra Aníbal Elói Cardoso y el alférez Joaquim Inácio Batista Cardoso. En la conversación, todos se manifestaron de acuerdo con el uso de las armas para deponer a la Monarquía. Se combinó un plan por el cual los participantes quedaban encargados de agitar los ánimos en los cuarteles, almacenar armamento y munición y trazar con detalle el golpe a ser dado en los días siguientes. En cierto momento, sin embargo, Benjamin Constant se mostró preocupado por el destino del emperador Pedro II.
– ¿Qué debemos hacer con nuestro emperador? – preguntó. Se hizo un minuto de silencio, roto por el alférez Joaquim Inácio:
– Exíliese – propuso.
– ¿Y si se resiste? – insistió Benjamin.
– ¡Fusílese! – sentenció Joaquim Inácio.
Benjamin se asustó con tamaña sangre fría:
– ¡Oh, qué sanguinario es el señor! Al contrario, debemos rodearlo de todas las garantías y consideraciones, porque es nuestro muy digno patricio.
Por una ironía de la historia, el “sanguinario” Joaquim Inácio Cardoso, entonces con 29 años, vendría a ser el abuelo de un futuro presidente de la República, el afable Fernando Henrique Cardoso. Para fortuna de Pedro II, el día 15 de noviembre prevalecería la posición de Benjamin. En vez de fusilado, como quería Joaquim Inácio, el emperador fue enviado al exilio.
Hasta aquel momento, la conspiración era esencialmente militar, pero entre los republicanos civiles la agitación también era grande. Artículos en periódicos firmados, entre otros, por el abogado baiano Rui Barbosa de Oliveira y por el periodista fluminense Quintino Antônio Ferreira de Sousa Bocaiúva pregonaban abiertamente la República, objeto de animadas y ruidosas manifestaciones promovidas por el abogado Antônio da Silva Jardim y por el médico y periodista José Lopes da Silva Trovão. Algunos incitaban a los militares contra el gobierno imperial, como era el caso de los textos incendiarios del gaucho Júlio Prates de Castilhos en el periódico A Federação, de Porto Alegre, pero eran escasos los civiles que tenían conocimiento de la movilización real en los cuarteles. Sólo fueron informados de ella a comienzos de noviembre. Éste era el contenido del mensaje que Medeiros e Albuquerque llevó a São Paulo aquella semana.
Dos días después de llegar a Rio de Janeiro, Francisco Glicério fue llevado por Aristides Lobo a presencia del mariscal alagoano Manoel Deodoro da Fonseca, en una reunión en la que también participaron Quintino Bocaiúva, Rui Barbosa, Benjamin Constant, el mayor Frederico Sólon de Sampaio Ribeiro y dos oficiales de la Marina, el almirante Eduardo Wandenkolk y el capitán de fragata Frederico Guilherme Lorena. A sus 62 años, con su vida marcada por los actos heroicos en la Guerra de Paraguay y sus sucesivas desavenencias con las autoridades imperiales, Deodoro era el depositario de todas las esperanzas de los conspiradores republicanos.
El problema era que, a esas alturas, el mariscal estaba gravemente enfermo. Pasaba todo el tiempo en la cama. Se temía que muriese en cualquier momento. Glicério quedó impresionado por su aspecto al verlo por primera vez inmerso en una crisis de disnea, falta crónica de aire producida por la arterioesclerosis. Tirado sobre el sofá, envuelto en un camisón, el mariscal ni siquiera tenía fuerzas para vestir el uniforme. Su pecho jadeaba, y difícilmente conseguía hablar. El cuadro era tan desalentador que, según los cálculos del abogado campinero, Deodoro sobreviviría sólo algunas horas. Y, en este caso, las posibilidades de éxito de la revolución serían mínimas. Además de muy enfermo, el mariscal hasta aquel momento rechazaba asumir el liderazgo del movimiento contra el gobierno imperial. Menos animado estaba todavía en relación a la hipótesis de proclamar la República.
Por estas razones, el encuentro de la noche del 11 de noviembre, lunes, aunque rápido, fue intenso. Benjamin Constant afirmó que no bastaba derribar al gobierno sin cambiar de régimen. La preservación de la Monarquía, según él, sólo serviría para agravar los problemas. Era preciso hacer la República. “Está probado que la Monarquía en Brasil es incompatible con un régimen de libertad política”, argumentó Benjamin. “Para que la intervención del Ejército se legitime a los ojos de la nación y en el juicio de nuestras propias conciencias, es necesario que su acción se dirija a la destrucción de la Monarquía y a la proclamación de la República, recogiéndose después en sus cuarteles y entregando el gobierno al poder civil”.
Cuando terminó de hablar, se hizo un profundo silencio a la espera de una reacción de Deodoro. En las semanas anteriores, siempre que fue expuesto a tales argumentos, el mariscal optó por la precaución y por el retraso de las decisiones. Esta vez, para sorpresa de todos, su actitud cambió. Después de recuperar el aliento abatido una vez más por una crisis de disnea, comenzó a hablar pausadamente:
– Yo querría acompañar al féretro del emperador, que está viejo y a quien respeto mucho.
Hizo una pausa, como si le faltase el aire, pero rectificó enseguida, de forma categórica:
– Benjamin, el viejo ya no controla, porque, si controlase, no habría este acoso contra el Ejército. Por lo tanto, no hay otro remedio ¡derribar la Monarquía!
Tras una pausa más, añadió:
– Él así lo quiere, hagamos la República. Benjamin y yo nos cuidaremos de la acción militar. Que el señor Quintino y sus amigos organicen el resto.
E hizo el gesto de quien se lava las manos.
Era la señal que todos esperaban.
Hecha la división de tareas, cada uno se dirigió hacia su casa. Al día siguiente, mientras los militares se ocupaban de la revolución armada, los civiles comenzaron a organizar el futuro gobierno provisional republicano. Fue esto lo que trataron Quintino Bocaiúva y Francisco Glicério reunidos en casa de Aristides Lobo.
Hasta aquel momento no se tenía certeza respecto de la fecha precisa de la revuelta. En las reuniones realizadas en la casa de Deodoro y Benjamin, los conspiradores trabajaron con dos posibilidades. La primera, más probable, sería la tarde del día 16 de noviembre, un sábado, cuando todos los ministros estuviesen reunidos con el vizconde de Ouro Preto. La segunda era el 20 de noviembre, el miércoles siguiente. Este día se reunirían por primera vez en Rio de Janeiro los diputados y senadores elegidos en agosto. La apertura de la nueva sesión legislativa contaría con la presencia del emperador Pedro II, de miembros de la familia imperial y de todo el gobierno. En cualquiera de las hipótesis, los militares rodearían el edificio, detendrían a los ministros, destituirían al gobierno y anunciarían el cambio de régimen.
Todo parecía encaminarse hacia el desenlace dispuesto, pero el estado de salud de Deodoro sugería cuidados cada vez mayores. La tarde del 14 de noviembre, jueves, Glicério y Aristides Lobo caminaban por la plaza de São Francisco, en el centro de la ciudad, cuando vieron a Benjamin bajar de un tranvía. Era un hombre desolado:
– Vengo de casa de Deodoro – les explicó el profesor y teniente coronel. – Creo que él no amanece, y si muere, la revolución está frustrada. Los señores son civiles, se pueden salvar; nosotros, militares, arrostraremos las consecuencias de nuestras responsabilidades. En las horas siguientes, sin embargo, los acontecimientos se precipitaron a tal velocidad que escaparon al control de los revolucionarios – y terminaron por sacar a Deodoro de la cama contra su propia voluntad.
Mientras Glicério y Aristides se encontraban con Benjamin, un bulo comenzó a cobrar vigor en el centro de Rio de Janeiro. Se decía que el gobierno había ordenado la prisión de Deodoro y determinado la transferencia de varias unidades militares a otras regiones del país, en una tentativa de contener los focos de rebelión en los cuarteles. Se decía también que el vizconde de Ouro Preto planeaba disolver al Ejército y sustituirlo por la Guardia Nacional, supuestamente más fiel a la monarquía.
Los rumores eran difundidos de forma intencionada en la calle Ouvidor – definida por el historiador Anfriso Fialho como “el corazón y los oídos de Rio de Janeiro” – por uno de los líderes del golpe en marcha, el mayor Frederico Sólon de Sampaio Ribeiro, futuro suegro del escritor Euclides da Cunha. Su objetivo era, obviamente, exacerbar los ánimos contra el gobierno. Aquella tarde, antes de salir de casa rumbo al centro de la ciudad, Sólon Ribeiro vestía pantalón y gabán marrones, sombrero de fieltro negro y gafas con montura azul. Creía que, con esta indumentaria civil, su actuación tendría más éxito que si apareciese usando el acostumbrado uniforme militar. Y, de hecho, fue lo que pasó. Desde la calle Ouvidor el rumor rápidamente llegó a los cuarteles y puso en funcionamiento la máquina de la revolución.
Al caer la tarde de ese mismo día 14, el ministro de la Guerra, Rufino Enéias Gustavo Galvão, vizconde de Maracaju, recibió del mariscal alagoano Floriano Vieira Peixoto una nota premonitoria: “A estas horas debe Su Excelencia tener conocimiento de que se trama algo por ahí fuera; no le dé importancia; tanto como sea preciso, confíe en la lealtad de los jefes, que ya están alerta”.
Era una maniobra de encubrimiento, que transformaría a Floriano Peixoto en la figura más enigmática de la historia de la Proclamación de la República, como se verá en un capítulo más adelante. Ocupante de uno de los más altos cargos en la jerarquía militar del Imperio, el de ayudante general del Ejército, debía ser fiel al emperador y seguir las órdenes del gobierno del vizconde de Ouro Preto. Las informaciones actualmente disponibles, sin embargo, constatan que Floriano Peixoto en ese momento ya estaba implicado con los republicanos. Su nota al ministro de la Guerra era sólo un intento de dar a las autoridades una ilusoria sensación de seguridad mientras las tropas se preparaban para derribar al Imperio.
Algunas horas antes de enviar la nota al ministro, Floriano tuvo un encuentro privado con Deodoro, su paisano de Alagoas, en el que hablaron del golpe planeado por Benjamín y los líderes civiles republicanos. El mariscal explicó a Floriano que, a su entender, todas las posibilidades de negociación con el gobierno estaban agotadas. Era el momento de la acción. Le anunció también que se pondría al frente de los insurrectos.
– Si la cosa va contra los casacas, todavía tengo en casa mi vieja espingarda – se limitó a responder Floriano.
“Casaca” era la forma peyorativa con la que los militares se referían a las autoridades civiles.
Alertado al respecto de la nota de Floriano, el vizconde de Ouro Preto dio órdenes al jefe de policía, el consejero José Basson de Miranda Osório, para “descubrir la verdad de lo que tal vez se trama”, según relataría después en sus memorias. Alrededor de las once de la noche, el ministro tuvo la confirmación de sus temores: el jefe de policía informaba que la Segunda Brigada del Ejército, acuartelada en São Cristóvão, marchaba para el Campo de Santana (actual plaza de la República, en la época también conocida como plaza de la Aclamación). Igualmente sublevados estaban el Primero y el Noveno Regimientos de Caballería y el Segundo Regimiento de Artillería.
Intentando seguir mejor los acontecimientos, Ouro Preto salió primero hacia la Secretaría de Policía, situada en el centro de la ciudad. Llegando allí, mandó llamar a Floriano Peixoto, que le informó respecto del levantamiento del Segundo Regimiento de Artillería. El mariscal le dijo haber tenido conocimiento de la rebelión por un aviso que le había traído personalmente el ayudante de órdenes del comandante del batallón.
– ¿Y por qué no lo detuvo? – le preguntó un sorprendido Ouro Preto.
– Para ganar tiempo y poder prevenir – disimuló Floriano.
Según el mariscal explicó al ministro, si el ayudante de órdenes no hubiese vuelto al cuartel, los militares sublevados, suponiendo que el gobierno estaba prevenido, se habrían puesto en movimiento más rápidamente, dificultando la reacción del gobierno. Ouro Preto discrepó nuevamente de la actitud de Floriano:
– Es menester prender a los oficiales y soldados, separándolos convenientemente en las fortalezas y cuarteles – alertó. – ¡Le ordeno que así proceda, señor mariscal!
Una vez más, el astuto Floriano disimuló, limitándose a decir que usaría toda la energía necesaria y que había tomado las “providencias necesarias”.
Cerca de las tres de la madrugada, Ouro Preto decidió trasladarse al Arsenal de Marina, cuyas instalaciones se distribuían entre la falda del cerro de São Bento, próximo al mar, y la isla de las Serpientes, sede del Mando Naval brasileño. Por precaución despachó un telegrama al emperador, que se encontraba en Petrópolis, dándole cuenta de la revuelta militar. El tono del mensaje, sin embargo, daba a entender que el ministro aún tenía el total control de la situación. “El gobierno toma las medidas necesarias para contener a los insubordinados y hacer respetar la ley”, tranquilizaba. El emperador recibió este telegrama por la mañana, cuando, aparentemente, ya era tarde para reaccionar. La víspera de cumplir los 64 años, viejo y cansado, sufría de diabetes. Aquella noche, estaba tan debilitado como el mariscal Deodoro. Por eso, se había retirado más temprano. Quien recibió el telegrama de Ouro Preto fue su médico particular, Claudio Velho da Mota Maia, que estaba de vela en el palacio de Petrópolis, refugio de la familia imperial en los meses de verano. Al leer el mensaje, Mota Maia creyó que no era el momento de incomodar al monarca. Prefirió dejarlo dormir mientras el Imperio se sumergía en el abismo.
Al amanecer del día 15, un viernes, ante las noticias de que más tropas rebeldes marchaban hacia el centro de la ciudad, el vizconde de Ouro Preto tomó una decisión más, de la que habría de arrepentirse durante el resto de su vida. Por sugerencia del ministro de la Guerra, se trasladó desde el Arsenal de Marina al Cuartel General del Ejército, situado en el Campo de Santana, vecino a la actual estación del ferrocarril Central de Brasil (en la época llamada de don Pedro II). Más tarde, Ouro Preto confesaría haber cometido un error estratégico fatal. El Campo de Santana era exactamente el punto de convergencia de las tropas rebeldes.
Si hubiese permanecido en el Arsenal de Marina, el ministro habría estado mejor protegido que en el Cuartel del Ejército. Hasta aquel momento, la Marina se mostraba más fiel al gobierno imperial que el Ejército, este sí, el foco de toda la rebelión. Vecina al Arsenal y aislada del continente por un pequeño trecho de mar, la isla de las Serpientes, sede del Mando Naval, suponía un obstáculo para la llegada de los rebeldes y podría también ofrecer una vía de escape por la bahía de Guanabara, en caso de necesidad. O sea, en la hora más crítica de los acontecimientos, el vizconde de Ouro Preto se metió dentro de la cueva de los leones, donde su gobierno sería acorralado y destrozado junto con la Monarquía brasileña. “Fuimos miserablemente traicionados”, se quejó después el ministro de Agricultura, Lourenço de Albuquerque. “Nos llamaron a esa ratonera a fin de que no pudiéramos organizar fuera la resistencia; ¡antes me hubiesen matado!”.
Al llegar al Cuartel General del Ejército, Ouro Preto fue recibido con informaciones cada vez más inquietantes. Varias guarniciones militares marchaban en dirección al Campo de Santana. A pesar de ello, las calles de las inmediaciones estaban desiertas. Ninguna tropa fiel al gobierno, ningún obstáculo o cordón de aislamiento, nada había sido movilizado para proteger al gobierno. En el patio interior del cuartel y en la plaza de enfrente, un número reducido de soldados se mantenía en actitud de completa indiferencia, con los brazos cruzados y las armas en posición de descanso, como si nada anormal estuviese pasando. “Quien contemplase aquellas fuerzas, supondría que se encontraban allí para un simple desfile o acompañamiento de procesión”, describiría Ouro Preto en sus memorias. Desde allí despachó un segundo telegrama a don Pedro II, este en tono de urgencia:
Señor, dos batallones sublevados. Venga. Ouro Preto.
La noticia del movimiento de las tropas cogió de sorpresa también a los líderes republicanos, entre ellos al mismo Benjamin Constant, que, en su casa, dormía tranquilamente cuando fue despertado alrededor de las tres de la madrugada por los tenientes Adolfo Pena y Lauro Müller. Al darse cuenta de que la revolución se había precipitado, despachó al teniente Pena con la misión de avisar a los civiles Quintino Bocaiúva y Arístides Lobo y a los comandantes Eduardo Wandenkolk y Frederico Lorena, de la Marina. Antes de salir de casa, le recomendó a su mujer:
– En caso que te llegue la noticia de que fuimos vencidos, quema todos estos documentos. ¡Voy a cumplir mi deber!
Después, de paisano, salió en carruaje con Lauro Müller al encuentro de Deodoro. Encontró al mariscal en la cama, envuelto en una crisis de disnea más. Deodoro oyó las noticias y prometió que, en cuanto mejorase un poco, iría a unirse a las fuerzas rebeldes. Por su apariencia, sin embargo, Benjamin juzgó que esto no acontecería y se dirigió al encuentro de las tropas en el cuartel de São Cristóvão. Al llegar allí, fue recibido con vivas por los militares e hizo un breve discurso:
– Estoy en medio de mis amigos. Llegó el momento de que veamos quién sabe morir por la patria. Si somos vencidos, guardemos la última bala para salvarnos de la vergüenza del encarcelamiento.
Seguidamente, cambió la ropa civil por el uniforme y se posicionó en medio de los soldados que se dirigían al Campo de Santana.
Como el objetivo era deponer al gobierno, las tropas marchaban sin bandera. Despistado, sin embargo, el sargento Ignácio Teixeira da Cunha Bustamante, del Segundo Regimiento de Artillería, llevaba el estandarte imperial, que le había sido entregado por un oficial superior. Así formó con sus compañeros de uniforme, como siempre había hecho. Al llegar a la esquina de la calle Imperador con Figueira de Melo, alguien le alertó de que no estaba bien llevar un símbolo del Imperio en el momento de la destitución de la Monarquía. Bustamante se dio cuenta del desliz y, sin alternativa, enrolló la bandera y la lanzó dentro de la ventana de una casa de las inmediaciones.
De otro caso pintoresco participó un grupo de estudiantes. Por indicación de Arístides Lobo, al caer la tarde del 14 de noviembre el estudiante de ingeniería Ildefonso Simões Lopes, presidente del Club Republicano Rio-Grandense, recorrió varios alojamientos estudiantiles del centro de la ciudad incitando a los moradores a que se dirigieran al cuartel del Segundo Regimiento de Artillería, donde recibirían armas y se incorporarían a las tropas sublevadas. La adhesión fue inmediata. Poco después de la medianoche, los estudiantes cogieron un carro y se dirigieron al cuartel. A cierta altura, no obstante, el carro se paró al lado de otro que venía en dirección contraria. Dentro de él estaba Frederico Guilherme Lorena, el oficial de la Marina que volvía de casa de Deodoro frustrado por el rumbo de los acontecimientos. Al ver a los estudiantes, Lorena anunció que la revolución se había pospuesto porque el mariscal, gravemente enfermo, tal vez no llegase con vida a la mañana siguiente. Y, sin la presencia de Deodoro, nada se podría hacer. Al oír el relato, los estudiantes se cambiaron de carro y, en compañía de Lorena, volvieron a sus alojamientos, perdiendo así la oportunidad de testimoniar la Proclamación de la República.
El historiador Celso Castro, uno de los más importantes especialistas brasileños del tema, afirma que la mañana del 15 de noviembre “la gran mayoría de los soldados que integraban las tropas golpistas no era consciente de que se pretendía derribar a la Monarquía”. Según él, ni siquiera algunos oficiales lo eran. Eran, por tanto, partícipes involuntarios del drama, llevados por sus superiores desde los cuarteles al Campo de Santana. Por esta razón, muchos de ellos se arrepentirían del papel desempeñado aquel día. Poco más de un mes después de la Proclamación de la República, el 18 de diciembre, estalló una rebelión de soldados en el Segundo Regimiento de Artillería, precisamente una de las unidades que habían participado en el golpe. Los soldados querían la restauración de la Monarquía y la vuelta de don Pedro II a Brasil. Todos fueron castigados, igual que los participantes en otras revueltas aisladas contra la República registradas en diferentes regiones del país.
Amanecía el 15 de noviembre cuando el mariscal Deodoro consiguió, por fin, una tregua en la crisis de disnea que le hizo pasar la noche en vela. Aquella madrugada estuvo tan abatido que, para girarse en la cama, necesitaba la ayuda de dos oficiales, según contó más tarde su médico particular, Carlos Gross. “Deodoro proclamó la República sin mi consentimiento”, afirmó Gross. Según él, durante la noche, Deodoro y su mujer, Mariana, habían tenido una áspera discusión. Preocupada, ella quería impedir por todos los medios que él saliese de casa. El mariscal, sin embargo, insistía en levantarse de la cama. Al final, con la mediación de otros familiares, se decidió que Carlos Gross tuviera la última palabra. Lo que el médico decidiese sería respetado por todos. “Si hubiera dependido de mi, él no habría salido”, afirmaría Gross después. Eso no pasó por una ironía del destino: el soldado encargado de llamar al médico fue a buscarlo a una dirección equivocada. Pasó horas explorando la calle Quitanda, mientras que Gross vivía en la calle Ourives. Cuando finalmente lo encontró, era tarde. Contrariando las restricciones de su mujer, Deodoro ya había salido para encabezar las tropas contra el Imperio.
Flaco y desfallecido, Deodoro se puso el uniforme, pidió que pusiesen el sillín de su montura dentro de un saco y tomó una carreta en compañía del alférez Augusto Cincinato de Araújo, primo suyo, para ir a encontrarse con las tropas. En la calle Senador Eusébio, a la altura del Gasómetro, vio a las fuerzas sublevadas que venían en dirección contraria mandadas por el teniente coronel João Batista da Silva Teres, teniendo a su lado a Benjamin Constant. Como todavía se sentía muy débil, continuó en la carreta el resto de la jornada.
Al llegar cerca del Campo de Santana, el mariscal pidió montar su caballo, a pesar de las protestas de sus oficiales, temerosos de que el viejo comandante no tuviese fuerzas para mantenerse sobre el animal. Por precaución, el alférez Eduardo Barbosa le cedió el caballo número 6, considerado el menos fogoso de la tropa del Primer Regimiento de Caballería. Héroe involuntario de una casual elección, el pacífico animal sería el primer beneficiario de la República brasileña. Jubilado de la milicia por los relevantes servicios prestados al nuevo régimen, pasaría el resto de sus días sin hacer nada, viviendo confortablemente en el establo de su cuartel en Rio de Janeiro. Años más tarde, al recordar el episodio mientras posaba para el famoso cuadro del pintor Henrique Bernardelli en el que aparece sobre el animal, con el quepis en la mano, proclamando la República, Deodoro diría:
– ¡Observen señores, quien se benefició en medio de todo aquello fue el caballo!
La mañana del 15 de noviembre, para sorpresa general, un Deodoro transformado surgió ante oficiales y soldados tan pronto tomó su lugar en la silla del caballo número 6. Con voz firme y decidida, comenzó a dar órdenes y a organizar las tropas. En nada recordaba al anciano agonizante que Benjamin Constant y el capitán Lorena habían encontrado en la cama el día anterior. Bajo el mando del mariscal, seiscientos hombres armados con espadas, fusiles y dieciséis cañones se apostaron frente al cuartel donde estaban reunidos Ouro Preto y sus ministros. Era un número relativamente pequeño comparado con los 1.096 hombres que, reclutados a toda prisa, estaban encargados de proteger el edificio. Las fuerzas supuestamente leales al Imperio estaban constituidas por soldados del propio Ejército, marineros, bomberos y policías militares bajo el mando del general José de Almeida Barreto.
Sin que el gobierno lo supiese, sin embargo, el general José de Almeida Barreto también estaba comprometido con los revolucionarios. Era, no obstante, un oficial sin la plena confianza de Deodoro. Por eso, al observar en la distancia la formación de las tropas delante del cuartel, Deodoro llamó a un oficial y determinó que llevase al general una orden para cambiar de posición y colocarse a su lado izquierdo. Pasados quince minutos, advirtió que Almeida Barreto aún no había cumplido la orden. Deodoro repitió la disposición y una vez más no fue atendido. Irritado, llamó nuevamente al oficial y estalló:
– ¡Muchacho, ve a decirle a Barreto que haga lo que ya por dos veces le ordené, o si no que se meta la espada por el c…, porque no lo necesito!
La frase de Deodoro, por su obvio contenido grosero, ha sido relatada cautelosamente en los libros de historia. El general Jacques Ourique, uno de los conspiradores de 1889, se refiere a una “frase impulsiva y vigorosa”. Raimundo Magalhães Júnior, biógrafo de Deodoro, menciona “una exclamación violenta”. El coronel Ernesto Senna cita el episodio dos veces en su libro Deodoro: subsídios para a historia. En ninguna de ellas, sin embargo, reproduce la palabra usada por Deodoro. En la primera, dice que el mariscal dio “un recado un tanto enérgico e indecente…”. En la segunda, que Deodoro mandó a Barreto a meter “la espada… en la grasa”. El historiador Heitor Lyra, biógrafo de don Pedro II y autor de cuatro volúmenes sobre la caída del Imperio, se acercó al grafismo de la palabrota, aunque de forma no totalmente explícita, como se ve en la frase reproducida arriba. El uso de reticencias indica que la expresión correcta era bien conocida por los testigos del acontecimiento.
Controversias aparte, la frase funcionó bien. Esta vez, la orden fue cumplida al punto por el general Almeida Barreto que, al reposicionar sus tropas según la orden de Deodoro, dejó expuesta su adhesión al golpe republicano y la total fragilidad del gobierno ante las circunstancias.
Inmediatamente comenzaron a aparecer los civiles, incluyendo al periodista Quintino Bocaiúva, que montaba un caballo también prestado por las tropas rebeldes. Una ausencia notable fue la del abogado Silva Jardim, uno de los hombres que en los meses anteriores más se implicaron en la propaganda republicana recorriendo el país para dar conferencias y fundar sociedades y periódicos favorables a la nueva causa. Adversario de Quintino Bocaiúva, Silva Jardim no fue avisado del movimiento de las tropas y perdió la oportunidad de testimoniar el momento más crucial de la Proclamación de la República. Por este motivo, se volvería un hombre amargado para el resto de su vida. Dos años más tarde, en un viaje por el sur de Italia, sufriría una muerte épica, tragado por el cráter del volcán Vesubio, en Pompeya. Su cuerpo nunca fue recuperado.
Mientras que Deodoro cercaba el cuartel del Ejército, dentro del edificio el vizconde de Ouro Preto daba órdenes para que fuesen tomadas medidas enérgicas e inmediatas. Nadia parecía prestarle atención. A su lado, Floriano Peixoto mantenía una actitud de total serenidad, como si desconociera la gravedad de la situación. Entre tanto, el general Almeida Barreto, que el ministro creía responsable de su seguridad, pero que a esas alturas ya se había sometido a las órdenes de Deodoro, “paseaba y conversaba por los extensos soportales”, como si estuviese en el más tranquilo de los días, según el relato de Ouro Preto.
Fue entonces cuando Floriano Peixoto se adelantó e hizo saber a Ouro Preto que Deodoro le había pedido una “conferencia”.
– ¡Conferencia! – exclamó el ministro. – Mande S.E. a conminarlo para que se retire, y emplee la fuerza para hacer cumplir esta orden. ¡Esta es la única decisión del gobierno!
En vez de seguir la orden de Ouro Preto, Floriano se alejó, fue hasta la balconada de la sala contigua, regresó, volvió a recorrer la balconada, después bajó por las escaleras, montó su caballo y desfiló ante las fuerzas dentro del patio, pero sin tomar ninguna medida para detener a los revolucionarios.
En ese momento, apareció por una calle lateral el coche del ministro de Marina, José da Costa Azevedo, barón de Ladário. Venía a unirse al gobierno, ya reunido en el interior del edificio. Deodoro mandó que los tenientes Adolfo Pena y Lauro Müller lo prendiesen. Ambos oficiales se aproximaron al ministro cuando él salía del coche.
– ¡Señor barón, S.E. está preso! – gritó el teniente Pena.
En vez de rendirse, Ladário sacó una pistola y disparó en dirección al oficial, que replicó de inmediato. Ambos fallaron el tiro. Ladário sacó otra pistola y dio un segundo tiro. Falló nuevamente, pero esta vez fue alcanzado por cuatro disparos, que lo hirieron en varias partes del cuerpo. Desde lejos, Deodoro gritó:
– ¡No disparen!¡No maten a ese hombre!
Con la ropa empapada de sangre, Ladário buscó refugio en un comercio cercano, pero cayó a la calzada antes de llegar a la puerta del establecimiento. Llevado a un hospital, sobrevivió milagrosamente. Semanas más tarde, anunciaría su apoyo al nuevo gobierno provisional republicano.
En la sala de los ministros, Ouro Preto continuaba lanzando órdenes:
– Esa artillería puede ser tomada a la bayoneta – afirmó señalando las armas de los militares rebeldes.
– Es imposible – alguien le respondió. – ¡Las piezas está colocadas de tal modo que cualquier ataque sería barrido por la metralla!
– ¿Por qué dejaron entonces que tomasen tales posiciones? – se indignó el ministro. – En Paraguay, nuestros soldados se apoderaban de la artillería en condiciones mucho peores.
Floriano, que volvía hacia allí desde abajo, cerró la conversación con una frase corta y reveladora de su postura:
– ¡Sí, pero allí teníamos enfrente a enemigos, y aquí todos somos brasileños!
Al oír la respuesta de Floriano, el ministro finalmente entendió que estaba solo. Resistir sería inútil. Ante esto, redactó allí mismo su tercer y último telegrama a don Pedro II en Petrópolis, en el que sellaba definitivamente la suerte de la Monarquía en Brasil:
Señor – El gobierno, sitiado en el Cuartel General de la Guerra, a excepción del Sr. Ministro de Marina, que consta encontrarse herido en una casa cercana, habiendo por más de una vez ordenado en vano, por medio del presidente del Consejo y del ministro de la Guerra, que se repeliese por la fuerza el requerimiento armado del Mariscal Deodoro pidiendo su destitución, y ante la declaración hecha por los generales vizconde de Maracaju, Floriano Peixoto y el barón de Rio Apa de que, por no contar con las fuerzas reunidas, no hay posibilidad de resistir con eficacia, deposito en las augustas manos de Su Majestad su petición de dimisión. La tropa acaba de confraternizar con el Mariscal Deodoro, abriéndole las puertas del Cuartel.
Don Pedro II recibió el telegrama del vizconde de Ouro Preto alrededor de las once de la mañana. Al darse, finalmente, cuenta de la gravedad de la situación, decidió volver a Rio de Janeiro, ordenando que le preparasen un tren especial, que lo llevaría directo al centro de la ciudad.
La decisión de don Pedro II es hasta hoy motivo de controversia. Una hipótesis muy discutida por los monárquicos durante los años siguientes fue que el emperador podría haber permanecido en Petrópolis. Desde allí estaba en condiciones de retroceder hacia Minas Gerais y eventualmente organizar la resistencia al golpe republicano. Esta hipótesis llegó a ser sugerida al conde d’Eu, marido de la princesa Isabel, el mismo día 15 de noviembre de 1889, por el ingeniero André Rebouças, abolicionista amigo de la familia imperial. Pero no fue tenida en consideración por un problema de comunicación. En ese momento, don Pedro ya estaba en el tren camino de Rio de Janeiro. Avisarlo para volver atrás sería prácticamente imposible. Mientras el monarca descendía la sierra, en el Ministerio de la Guerra el clima era de confraternización entre los vencedores y de completa desolación entre los perdedores.
Poco después de las nueve de la mañana, Deodoro salió al patio del cuartel y determinó que se abriera el portón.
– Presentad las armas – ordenó. – ¡Toquen el himno!
En seguida, mandó que el teniente coronel Teles conminase al gobierno a rendirse. Al entrar en la sala, Teles fue recibido por el vizconde de Ouro Preto:
– ¿Qué quieren los señores? – preguntó el jefe del gobierno.
– Las brigadas quieren la retirada del gobierno – respondió el oficial.
En ese instante, se oyó un gran clamor en el interior del edificio seguido del toque de clarines y salvas de artillería. Era Deodoro que, sin esperar la respuesta, subía al salón donde estaban los ministros. Cuando su imponente figura, de barba cerrada y ojos penetrantes, traspasó el umbral de la puerta, se hizo un profundo silencio. Todos parecían comprender la importancia de aquel momento.
De pie, ante el gobierno, Deodoro dio un discurso impregnado de quejas. Explicó que había asumido el liderazgo del movimiento para vengar las injusticias y ofensas cometidas por el gobierno contra los militares. Dijo que sólo el Ejército sabía sacrificarse por la patria. Y que, a pesar de eso, era maltratado por los políticos, que sólo sabían cuidar de sus intereses personales. Afirmó que estaba enfermo, pero que, incluso así, había aceptado asumir el mando de las tropas porque no era hombre de retroceder ante peligro alguno. Temía solamente a Dios. Rememoró los servicios que había prestado en la Guerra de Paraguay, donde pasó tres noches y tres días combatiendo al enemigo dentro de un pantano, con la ropa empapada y el agua hasta la cintura – “sacrificio que Su Excelencia no puede evaluar”, añadió, dirigiéndose al vizconde de Ouro Preto. Finalmente, anunció que todo el gobierno estaba destituido y que un nuevo gobierno sería organizado de acuerdo con una lista de nombres que él mismo llevaría al emperador.
Este pequeño detalle indica que, hasta aquel momento, Deodoro aún no estaba totalmente convencido de proclamar la República. Si estuviese deponiendo a la Monarquía, y no sólo al gabinete encabezado por Ouro Preto ¿por qué iba a llevar una nueva lista de ministros para la aprobación del emperador? Es un enigma que hasta hoy día desafía a los estudiosos de la personalidad del mariscal y del papel crucial que desempeñó aquel día. Lo que dificulta el trabajo de los historiadores es la guerra de hechos entre monárquicos y republicanos que se estableció en los años siguientes. Hechos y mitos se mezclan en esa batalla por la verdad histórica. Cada lado se encargó de divulgar versiones contradictorias, de acuerdo con sus propios intereses. El alférez y más tarde mariscal Cândido Mariano da Silva Rondon, que estaba junto a Deodoro en aquel momento, contó haberlo oído gritar un viva al emperador Pedro II, aclamación habitual en aquella época. La misma historia fue relatada por el ministro de Chile en Rio de Janeiro en un despacho diplomático a su gobierno en Santiago. Deodoro nunca negó haber dado ese viva al emperador, pero la historia oficial republicana siempre se esforzó en ocultar el episodio.
Objetivamente se sabe que Deodoro en ningún momento proclamó o dio vivas a la República y que en las horas siguientes se impondría como hecho consumado ante la incapacidad del poder imperial de resistir a su propia implosión. Al acabar el improvisado discurso, Deodoro afirmó también que todos los ministros podían retirarse a sus casas, a excepción de Ouro Preto y del consejero Cândido de Oliveira, ministro de Justicia, que quedaron presos allí mismo hasta nueva orden.
Ouro Preto escuchó todo en silencio. Cuando Deodoro terminó de hablar, declaró:
– No es sólo en el campo de batalla donde se sirve a la patria y por ella se hacen sacrificios. Estar aquí oyendo al mariscal, en este momento, no es menos que pasar algunos días y noches en un pantanal. Soy consciente de que decidió respecto a mi. Es el vencedor: puede estar satisfecho. Me someto a la fuerza.
Deodoro le dio la espalda y descendió por las escaleras del cuartel. A pesar de enfermo y exhausto por los acontecimientos de las últimas horas, todavía tuvo fuerzas para montar a caballo y desfilar con la tropa por el centro de la ciudad.
El clima entre civiles y militares rebeldes era de completa euforia, con un pero: faltaba proclamar la República. Deodoro, a pesar de haber mostrado firmeza al destituir al gobierno, aún no había anunciado formalmente el cambio de régimen. Todavía en el Cuartel General, en una tentativa de forzar una decisión del mariscal, Quintino Bocaiúva dio instrucciones a Sampaio Ferraz, un joven periodista y funcionario público, para que hiciese un pronunciamiento a favor de la República ante las tropas. Siguiendo las instrucciones, Ferraz se colocó ante las escuadras y gritó:
– ¡Viva la República!
Al oírlo, Deodoro determinó que se callase.
– Aún es pronto – avisó el mariscal. – ¡No convienen, por ahora, las aclamaciones!
Horas más tarde, mientras desfilaba al lado de Deodoro con las tropas por la calle Ouvidor, Benjamin Constant se encontró con Aníbal Falção, positivista y jefe republicano de Pernambuco, y le alertó:
– Levanten al pueblo. ¡La República no está proclamada!
En unas declaraciones años después, Falção confesó que, al oír la revelación “del maestre”, fue invadido por un “verdadero asombro” y “un sentimiento de angustia que, en aquel momento, oprimió mi corazón”.
Angustiado también estaba Benjamin Constant con la idea de que la tan esperada oportunidad de proclamar la República se perdiese en caso de que Deodoro no tomase una determinación. El mariscal, sin embargo, lo oía todo en silencio, sin responder nada. Terminado el desfile, volvió a la modesta casa en que vivía, frente al Campo de Santana y a pocos metros del lugar donde había destituido al gobierno. Extenuado, cayó en la cama. Mariana, su mujer, se apostó en la puerta del cuarto y no permitió que nadie más se acercase al mariscal.
La República tendría que esperar.
Al oír de Benjamin Constant la noticia de que la República aún no estaba proclamada, Aníbal Falção corrió para la redacción del periódico Cidade do Rio, propiedad del abolicionista José do Patrocínio. Allí, en compañía del mismo Patrocínio y de otros dos líderes republicanos – Pardal Mallet y Silva Jardim – redactó apresuradamente la única proclamación formal de la República oída aquel día. “Era necesario un movimiento popular, audaz y rápidamente organizado a fin de que, antes de cualquier deliberación del gobierno (…), fuese proclamada la República”, explicó más tarde Falção.
La moción, escrita de forma tortuosa por Falção en el diario de Patrocínio, iba dirigida a los “Señores representantes del Ejército y de la Armada Nacional”. Anunciaba que “el pueblo, reunido en masa en la Cámara Municipal, hace proclamar, en forma de ley aún vigente, por el concejal más joven (el propio Patrocínio, entonces con 36 años), tras la gloriosa revolución que ipso facto ha abolido la Monarquía en Brasil – el gobierno republicano”. Añadía que “los abajo firmantes”, nombrados “órganos espontáneos de la población de Rio de Janeiro”, estaban “convencidos de que los representantes de las Clases Militares, que virtualmente ejercen las funciones de gobierno en Brasil, sancionarán este acto”.
“El pueblo en masa reunido en la Cámara Municipal” no pasaba, en realidad, de media docena de periodistas e intelectuales.
Concejal y líder abolicionista negro nacido en Campos dos Goytacazes, hijo bastardo de un cura con una esclava, José do Patrocínio era una figura controvertida. Hasta la víspera del 15 de noviembre, se había declarado súbdito fiel y aliado de la princesa Isabel. A él se le atribuía el título de “La Redentora” dado a la princesa después de la firma de la Ley Áurea, el 13 de mayo de 1888. Entusiasta de la abolición, que tanto defendió, Patrocínio también ayudó a crear una “guardia negra”, compuesta por esclavos libertos, mulatos y capoeiras, con el objetivo de defender los derechos de la princesa y asegurar el Tercer Reinado después de la muerte del emperador Pedro II. Estas convicciones monárquicas, sin embargo, desaparecieron todas la tarde del 15 de noviembre, cuando Patrocínio decidió asumir la gloria efímera que Deodoro parecía rechazar. Él sería uno de los muchos republicanos de última hora que Brasil habría de conocer en aquellos tumultuosos días. Concluido el texto de la moción, el grupo se dirigió a la Cámara Municipal. La repentina ceremonia de Proclamación de la República aconteció alrededor de las seis de la tarde. Ante la falta de símbolos genuinamente brasileños que representasen al nuevo régimen, se hizo necesario improvisar. Se cantó la Marsellesa, el himno nacional de Francia, y se izó una bandera cuyo diseño imitaba los trazos del estandarte de los Estados Unidos de América, sustituyendo los colores azul y blanco de las franjas horizontales por los colores verde y amarillo. Esta bandera, originalmente utilizada por el Club Republicano Lopes Trovão, sería más tarde sustituida por la actual, con la expresión “Ordem e Progresso” inspirada en los ideales del Apostolado Positivista, grupo de seguidores del filósofo francés Auguste Comte, que propugnaba una dictadura republicana como solución para Brasil.
Después de la ceremonia en la Cámara Municipal, los manifestantes se dirigieron a la casa de Deodoro. Pretendían entregarle la moción redactada en el periódico de José do Patrocínio. Como el mariscal estaba en la cama, impedido por su mujer para recibir visitas, le cupo a Benjamin Constant atenderlos. Después de oírlos, Benjamin, ahora más cauteloso que en el momento en que desfilara con las tropas por el centro de la ciudad, afirmó que “el gobierno provisional sabría tener en cuenta la manifestación de la población de Rio de Janeiro”. Por fin, anunció que, en el momento oportuno, la nación sería consultada sobre el cambio de régimen. El manifiesto que el gobierno provisional divulgó aquella noche, firmado por Deodoro, anunciaba que el Ejército y la Armada habían decretado la destitución de la familia imperial y el fin de la Monarquía, pero en ningún momento mencionaba la palabra república. La consulta prometida por Benjamin Constant sólo ocurriría un siglo después. En abril de 1993, o sea, 103 años después del 15 de noviembre de 1889, los brasileños finalmente fueron llamados a decidir en plebiscito nacional si Brasil debía ser una monarquía o una república.
Venció la República.
Laurentino Gomes