He escrito cinco crónicas sobre lo vivido durante el III Congreso de Escritores de la Asociación de Escritores Noveles (AEN), que tuvo lugar en Gijón del 29 al 31 de octubre. Voy a cerrar la serie con dos artículos finales en los que resumiré las otras mesas redondas a las que asistí, con especial atención a las dedicadas a librerías y distribuidoras, y a las asociaciones de escritores.
El congreso surtió de material de sobra para escribir algunos posts más. Sin duda lo haría si hubiera asistido a la última jornada, en que se trataron temas tan interesantes como las agencias literarias, las redes sociales, los blogs literarios y los contratos de edición. Además hubo la cena de clausura, que incluyó un encuentro previo con el premiado escritor Víctor del Árbol, y la celebración del décimo aniversario de la AEN, con merecido homenaje sorpresa a su presidenta, Covi Sánchez.
Fue un acontecimiento literario de primer nivel, una auténtica escuela de aprendizaje concentrado para los autores participantes y de intercambio de experiencias e inquietudes. Profundizaré sobre ello en la próxima carta que le escriba a mi amigo y escritor Toni Cifuentes.
Ahora, como decía, empezaré recuperando la segunda mesa redonda del congreso, que se desarrolló justo después de la que yo moderé. Trató sobre los cambios experimentados en los últimos años en la cadena editorial, que han provocado que se diversifique la manera cómo un libro llega al lector. Estaba prevista la presencia de tres libreros y un distribuidor, pero por diversos motivos la cosa quedó reducida al gerente de la gijonesa librería La Buena Letra, Rafael Gutiérrez; y al presidente de la asturiana Distribuciones Cimadevilla, José María Cimadevilla.
Me incorporé con la charla empezada, así que me perdí parte de las reflexiones de los ponentes. Sin embargo, el hecho de que sólo fueran dos posibilitó una interacción continua con el público, lo que generó debates interesantes.
Entre los autores presentes había dos inquietudes principales, las normales en cualquier autor novel/independiente: la dificultad para conseguir distribución de sus obras y los problemas que a menudo se encuentran para que las librerías acepten libros autopublicados.
Era muy lógico que esas dos cuestiones acapararan la mayor parte del tiempo, y hasta cierto punto era lógico que distribuidor y librero fueran tomados como los malos de la película. «¿Por qué las librerías no apuestan por los autores independientes? Deberían dar más espacio a quienes empezamos en vez de a los best-sellers. ¿Por qué venden libros de famosos que no son escritores, como Belén Esteban? Las distribuidoras no quieren saber nada de libros autopublicados. ¿Cómo es posible que la distribuidora se quede más del 50% del precio de venta del libro?»
Quizás hace un par de años yo también me habría sumado al coro de voces acusadoras. «Hay que ver qué malos son, que no ponen mi maravilloso libro en el escaparate». Y es cierto, la inmensa mayoría de distribuidoras no quieren saber nada de autopublicados, igual que muchas librerías. Sin embargo, también las hay que te acogen con los brazos abiertos y tratan tus libros con mucho cariño.
Sólo hace falta hablar un rato con un par de libreros para comprender la dificultad logística que conlleva no sólo dar espacio a obras independientes, sino que compartan protagonismo con las que llegan de las grandes editoriales.
«Yo no puedo recomendar un libro mal editado», señaló Rafa Gutiérrez. Es obvio, y el escritor que no lo entienda se está haciendo un flaco favor a sí mismo. No estamos hablando de unas pocas erratas en el interior, sino de ejemplares con faltas de ortografía en la sinopsis de la cubierta. Los libreros se encuentran a menudo con situaciones de este tipo, así que es lógico que para aceptar un libro autopublicado «lo primero que tengo que hacer es conocerlo».
La Buena Letra precisamente es una de esas librerías que te abren las puertas. El viaje de Pau y Con la vida a cuestas ocupan un espacio en sus estanterías, así que no puedo más que agradecer a Rafa la buena acogida. Obviamente, antes de plantarle los libros en los morros, contacté con él y se los presenté para que pudiera comprobar que no tienen erratas en la cubierta y que están editados de forma profesional. Es lo menos que se le debe exigir a un autor independiente, ¿no?
«A mí me hace más ilusión vender libros de autores noveles que los grandes títulos, pero preguntaos vosotros: ¿compráis libros autoeditados o los de autores consagrados?»
La pregunta lanzada por el librero pone de manifiesto una de las crudas realidades que atraviesa el sector. El desarrollo tecnológico lo ha democratizado: cualquiera puede publicar un libro a un coste razonable, y puede saltarse varios engranajes de la cadena editorial para llegar al público. Eso es bueno, pero supone a la vez un problema importante: la saturación del mercado y el descenso de la calidad media del producto. No me refiero al contenido (que también), sino a la forma.
Sucede además algo paradójico: no pocos autores que recurren a la autoedición no son lectores. Y, por tanto, en mi humilde opinión, tampoco son escritores. Su misión es lograr que su producto se venda, y compiten en espacio con montones de autores que no tienen intención alguna de leer otras obras independientes. Es un efecto pernicioso del boom de la autopublicación.
En Gijón tuve que escuchar a algún compañero dispuesto a defender a capa y espada que su libro era mejor que el de cualquiera de los autores más mediáticos. Está bien ser optimistas y tenerles cariño a nuestros “hijos”, pero tampoco podemos cegarnos. Es absurdo.
«El papel del librero es el de prescriptor». Definición precisa por parte de Rafa Gutiérrez. Si un autor consigue que sus obras le caigan en gracia a un librero habrá dado un paso determinante. «Hay libros publicados por editoriales independientes que venden muchos ejemplares gracias a las recomendaciones de los libreros», explicó. Y es que entre ellos también funciona el boca-oreja.
Ahora bien, «jamás recomiendo un libro que no me guste». Además, «el tiempo para leer del librero es limitado», así que no podemos pretender que esa novela maravillosa que hemos escrito con todo nuestro amor y que hemos conseguido llevar al papel con todo nuestro esfuerzo sea recibida con una alfombra roja y luces de neón. Lo normal, de hecho, es que nos cueste encontrar una librería que acepte ponerla a la venta, porque (de esto también se habló durante la mesa redonda), además de todo lo dicho, resulta que no tiene ISBN y que las ventas que consiga pretendemos cobrarlas sin hacer factura.
Pongámonos por un momento en el papel de librero. Aunque me joda fastidie, debo reconocer que para evitarse dolores de cabeza haya quienes opten por rechazar cualquier obra autopublicada.
De todas formas, tampoco podemos obviar que la realidad del sector está cambiando y que, dejando de lado el debate de la calidad (durante la charla hubo referencias continuas por parte del público al libro de Belén Esteban; como si ese fuera el problema de los indies…), la autopublicación es un nicho de mercado que resulta absurdo despreciar. Cada vez hay más lectores que buscan libros al margen de la industria, y es evidente que si un autor de Gijón decide lanzarse a la autopublicación a Rafa Gutiérrez le interesará que sus potenciales lectores acudan a la librería La Buena Letra a comprar sus obras.
Algo parecido sucede con la distribución. Según explicó José María Cimadevilla, la crisis del sector editorial ha llevado a algunas distribuidoras a abrirse al mercado independiente. Imagino que a partir de una tirada mínima. No tiene sentido recurrir a una distribuidora para colocar cien libros, por ejemplo.
Incluso se han reducido los márgenes de negocio, de manera que «el distribuidor se queda un 45-50% del precio, del que saca el porcentaje que paga al librero», afirmó. Tendré que investigar sobre ello, aunque, sinceramente, por mi experiencia como autopublicado puedo decir que conseguir que te abran las puertas de muchas librerías no es garantía de nada. Y es muy lógico que sea así. Hay cientos de miles de títulos disponibles, de forma que a no ser que hagamos un trabajo paralelo (y exitoso) de promoción y que nos “camelemos” a los libreros para caerles en gracia, la diferencia entre que el libro acumule polvo en una estantería en la que nadie se fija o duerma el sueño de los justos en una caja en nuestra casa es inapreciable.
Conclusión: los libreros son nuestros aliados, pero hagamos nuestra parte del trabajo bien para que ellos puedan “ayudarnos”. Y, por favor, seamos razonables.