Homero.
Ilíada.
Cantos I y II.
Edición y traducción de Luis Alberto de Cuenca.
Ilustraciones de John Flaxman.
Reino de Cordelia. Madrid, 2011.
En la colección Los versos de Cordelia, que llega ya a su octava entrega con este libro, aparece una cuidadísima edición de los dos primeros cantos de la Iliada con las traducciones que Luis Alberto de Cuenca publicó en los años ochenta y noventa en la revista Poesía.
Revisadas y presentadas por un prólogo espléndido escrito para esta nueva edición, las versiones de los memorables textos de Homero van acompañadas por las no menos memorables ilustraciones, de línea clara y refinado neoclasicismo, que John Flaxman dibujó en Roma a finales del XVIII.
Alguien tan alejado aparentemente de Homero como Raymond Queneau escribió que toda gran obra literaria era La Iliada o La Odisea, es decir, narraba la vida como batalla o como viaje.
La Iliada es el prototipo del primero de esos modelos narrativos. Situada en el décimo año de la guerra de Troya, en la que aqueos, argivos y dánaos formaban una alianza para rescatar a Helena, cuenta el episodio de la cólera de Aquiles, sus causas y sus consecuencias. Una sucesión de hechos bélicos y escaramuzas, de idas y venidas de dioses y hombres, de un efecto mariposa que llega hasta el Olimpo e implica a Zeus, a Hefestos, a Hermes, a Afrodita.
Los héroes aqueos que cercaban Troya o retrocedían hasta sus naves ante el contraataque de los asediados, los jactanciosos Paris y Héctor, o las viudas troyanas no sabían que eran piezas movidas por los dioses, que obedecían un plan trazado por Zeus, que ignoraba que él a su vez no era más que una de las piezas movidas por Homero:
Canta, diosa, la cólera de Aquiles el Pelida, la que, funesta, trajo dolor innumerable a los aqueos y sepultó en el Hades tantas fieras almas de héroes, a quienes hizo presa de perros y de todas las aves -la voluntad de Zeus se cumplía- a partir del instante en que por vez primera se enemistaron disputando el Atrida, rey de hombres, y Aquiles el divino.
Bajo las altas murallas de una de las nueve Troyas que descubrió Schliemann, la musa homérica sigue cantando la cólera de Aquiles, de pies ligeros, el poder de Agamenón, el rey micénico, señor de guerreros, la astucia de Odiseo, el de las muchas tretas, la armadura de bronce de Ayante, la muerte de Patroclo, los funerales de Héctor, domador de caballos, la belleza de Helena, las amenazantes naves aqueas, las piras funerarias, los caballos, los cinco círculos del escudo de Aquiles, que encierran la ambigua relación del hombre con la violencia, que -lo escribió también Wallace Stevens hace cincuenta años- habita en el corazón, muy cerca de donde habita el amor.
No todo está en estos dos primeros cantos, que son sin embargo una inmejorable forma de entrar en el fragor de la batalla, en la que Homero exaltó a los héroes y rebajó a los dioses para que unos y otros compartieran el campo y las heridas, los rencores y las venganzas. Lo resume así Luis Alberto de Cuenca en su introducción:
Homero nos introduce en un mundo muy especial reservado a los héroes, un mundo en el que los sentimientos básicos del ser humano —el amor, la amistad, el odio, el coraje, la venganza, el honor, el dolor, la fidelidad, la traición, etc.— se dirían recién creados, y ello en razón a la frescura y grandeza con que aparecen en cada personaje.
Quizá fue aquí donde se creó la inevitable y penosa tradición de que la guerra la cuentan los vencedores.
Santos Domínguez