En el momento en que el Comisario General dio la señal de partida, su madre estaba retorciéndose por las contracciones, amordazada, para no interrumpir el sueño del resto. Sus vecinos la levantaron, le ataron las manos al más alto de los carros y le dieron un fustazo en las nalgas cuando comenzó la caminata. Le sacaron la venda de la boca. Cuentan que ahí iba, medio caminando, medio colgada, emitiendo un sonido indistinguible, entre lamento y letanía. Llovía desde hacía una semana. El agua lavó la mugre que corría por sus piernas cuando rompió bolsa. Nadie se enteró. Iba desnuda de la cintura para abajo. Detrás suyo iba la vieja Goro, mirando al suelo. Como siempre. Recuerda la vieja que en un momento le pareció ver un bulto entre las piernas de La Cantora. Que no prestó atención porque en la parada le había tocado Brigada de Servicios Dos, y hacía una semana que no se sentaba. La hizo reaccionar un berrido, un ruido sordo, amargo, en el charco de barro que tenía adelante. Se agachó y lo levantó. Su madre no reaccionó: solo caminaba. La vieja cortó el cordón sin dejar de caminar. Le hizo un nudo a cada parte. Lo metió en su morral. Sabía que habría una breve parada cuando se perdiera de vista el Lugar para que los Secretarios discutieran el resultado del trueque.
Cuenta la vieja que se prendió a la teta de su madre con las manos, como un mono. Que así, por la vieja y por sus manos, se salvó. Su madre lo miró, balbuceó algo, y no habló más, ni cantó, ni le dirigió otra mirada. Nunca más.