Imágenes de cf. XX

Publicado el 27 enero 2014 por Kaplan


Y entonces vi de nuevo, y para siempre, lo que siempre había temido ver, y que siempre había evitado ver: que él era una mujer tanto como un hombre. Toda necesidad de explicarse los orígenes de ese miedo desapareció con el miedo mismo; y al fin no quedó en mí otra cosa que haber aceptado a Estraven tal como era. Hasta entonces yo lo había rechazado, había rehusado reconocerlo. Estraven había tenido mucha razón cuando dijo que él, la única persona de Gueden que había confiado en mí, era el único guedeniano de quien yo desconfiaba. Pues él era el único que me había aceptado del todo como ser humano; a quien yo le había agradado como persona y me había sido leal, y que por lo mismo había esperado de mi un grado semejante de reconocimiento, de aceptación. Yo me había resistido, y había tenido miedo. Yo no quería dar mi confianza y mi amistad a un hombre que era una mujer, a una mujer que era un hombre. Estraven me explicó, tiesa y sencillamente, que estaba en kémmer, y que había estado tratando de evitarme aunque era difícil. —No he de tocarte —dijo con mucho esfuerzo, y en seguida apartó los ojos. Yo dije: —Entiendo. Estoy en todo de acuerdo. Pues me parecía, y creo que a él también, que de esa tensión sexual que había entre nosotros, admitida y entendida ahora, aunque no por eso aliviada, de esa tensión nacía la notable y repentina seguridad de que éramos amigos; una amistad que los dos necesitábamos tanto en nuestro exilio, y ya tan probada en los días y noches de aquel duro viaje, y que también, tanto ahora como después, podía llamarse amor. Pero ese amor venia de la diferencia entre nosotros, no de las afinidades y semejanzas, y esto era un puente en verdad, el único puente tendido sobre lo que tanto nos separaba. Para nosotros el contacto sexual hubiese sido encontrarnos de nuevo como extraños. Nos habíamos tocado del único modo posible. No fuimos más allá. No sé si teníamos razón.