Imágenes de París

Por Malche





En el fondo-dijo Gregorovious-Paris es una enorme metáfora.* 

Llegué a Paris, por primera vez, hace 10 años, 1 mes y 18 días, gracias a una vuelta extraña del destino, en un viaje inesperado, soñado durante años y bienvenido como esas sorpresas maravillosas que uno no pregunta mucho ni cómo ni por qué ocurren (no vaya a ser que el destino cambie de opinión). Tenía entonces 24 años y llevaba ya 15 soñando con caminar esas calles,  sentarme en sus cafés, pasear por sus mercados, admirar el arte en sus museos, con sentirme allí. Habían pasado 15 años desde el día en que había comenzado a estudiar francés en las mañanas de un verano cordobés, a causa de un inminente cambio de colegio, desde el momento en que comencé a enamorarme perdidamente de esa lengua y esa cultura**.

Llegué desde Amsterdam en el tren de alta velocidad Thalys, cuando menguaba la tarde y la luz del sol frío del invierno se hacía suave y tenue. Recuerdo haberme acodado en la ventana del tren, ansiosa por absorber cada imagen pequeñita, cada rincón, cada baldosa, cada detalle de los edificios, pero no era mucho lo que llegaba a verse dada la velocidad del tren. Me había llevado 36 horas llegar a Amsterdam desde Québec a causa de las nevadas y neblinas, había perdido 2 vuelos, al llegar a Holanda había estado sin valija por 72 horas y Thalys había tenido un atraso de 35 minutos: el viaje había empezado de patadas pero nada importaba porque, finalmente, estaba en Paris. 

Bajé del tren en la Gare du Nord (una de las estaciones de tren de la ciudad) y, siguiendo las instrucciones de una amiga que allí me esperaba, caminé hasta la estación de metro más cercana. Debo haber tardado veinte minutos en recorrer aproximadamente dos cuadras porque me detenía en cada negocio y me paraba en cada esquina a observar las calles, el ir y venir de la gente, a escuchar la cadencia del francés, disfrutando cada segundo. Finalmente tomé el metro y luego de varias conexiones bajé en la estación Rue de la Pompe, en el XVIe arrondissement (el más caro de Paris), donde vivía una amiga de mi amiga (en una chambre de bonne***, claro, no en un petit hotel). Y allí, de la mano de Delphine (tal el nombre de mi amiga) comenzó mi introducción de lujo a la cultura francesa.

Delphine hizo suya la tarea de enamorarme de Francia -y eso que yo no necesitaba mucho para eso- y empezó por la gastronomía: primera parada, una panadería, para elegir distintos tipos de baguette (baguette au sésame, au seigle, traditionelle). Segunda parada, la quesería, porque no podía aceptar que yo sostuviera que no me gustaba el queso habiendo más de 300 tipos de quesos diferentes en Francia: al menos uno tenía que gustarme, aunque necesitara hacermelos probar a todos, afirmaba (Y lo logró -Que me gustaran varios, no que probara 300 quesos, aclaro). Tercera parada: la bodega, a buscar un buen bordeaux. Cuarta parada, la chocolatería, para buscar alguna trufa para el postre. Y con la panza tan contenta ¿quien no iba a tener el corazón igual? ;)

La semana siguiente fue una sucesión de momentos felices: ver la Torre Eiffel por primera vez, justo cuando estaba llenándose de lucecitas que parecían luciernagas, en medio de la noche helada, caminar casi saltando de felicidad por entre las esculturas de los Campos de Marte, pasear a lo largo del Sena, mirando los barquitos (bateau-mouche y bateau-bus) pasar llenos de gente, recorrer todos los puentes para intentar decidir cuál era el mas lindo (sin lograrlo), tomar el chocolate caliente más caro de mi vida en el Café de Flore,sólo por estar en el mismo lugar que frecuentaban Sartre, Camus y  de Beauvoir, pasear por Champs Elysées sin poder saber qué tiendas habia de la cantidad de turistas y sentarme en la vereda a ver las lucecitas y los carteles rojos de bienvenida al 3er milenio, caminar kilómetros y kilómetros por día y que   los pies dolieran felices, subir los interminables escalones que llevan al Sagrado Corazón, sentirme Amélie y que no exista el cansancio, mirar las gárgolas de Notre Dame e imaginar a Cuasimodo,  ver la ciudad teñida de azul por la garúa finita que caía intermitente y que no importara el frío, ni estar mojada hasta los tuétanos, ni el resfrío incipiente, ni nada.

Desde esa primera vez, siempre soy así de feliz en Paris:  Ridículamente feliz. Y no sé si es a causa de mi francofilia o si es mi francofilia la que se ha potenciado a raíz de los buenos momentos, o si es un poco de ambos. Sólo sé que en Paris soy feliz y, la verdad, eso más que suficiente.


*Rayuela, capítulo 26
** Cómo habrá sido el tamaño de mi amor que, al poco tiempo de comenzar a estudiar, declaré ante mi mamá (profesora de inglés) que "El francés me gusta mucho más que el inglés"...oh traición de traiciones! ;)
*** Las Chambre de bonne son minusculos departamentos de un ambiente, adaptados como tales de lo que en epocas anteriores eran las habitaciones de servicio (de allí el nombre) de los palacetes y petit hotels de los edificios antiguos, y que comunmente se encuentran en las bohardillas y sólo tienen acceso por escalera. Es muy comun que los alquilen estudiantes o jóvenes ya que permiten alojarse en mejores barrios sin gastar tanto dinero.