DURANTE UNA RECIENTE visita al Vaticano, Soraya Sáenz de Santamaría dijo que el gobierno español está muy agradecido “por el papel que las Instituciones de la Iglesia están llevando a cabo para ayudar a paliar los efectos de la crisis económica”. Desconozco si el presidente de la Conferencia Episcopal, Rouco Varela, ha dado instrucciones en ese sentido, pero es bien sabido que Cáritas apenas recibe financiación de la Iglesia y que son los donativos particulares los que nutren la actuación de esta benemérita ONG. Es cierto también que muchos curas, parroquias y órdenes religiosas realizan una labor silenciosa y abnegada, con frecuencia desconocida.Aun así, tengo la impresión, y puedo estar equivocado, de que la Iglesia como Institución podría hacer algo más en defensa de las miles de personas, fieles o no, condenadas a la pobreza y a la exclusión por las medidas del Gobierno de Rajoy frente a la crisis. No se me ocurre nada más cristiano que ponerse del lado de los que más sufren, llevarles consuelo y, si fuera posible, defenderlos a capa y espada contra los poderosos y especuladores de turno. En estos tiempos, la doctrina social de la Iglesia católica, más allá de sus fundamentos teóricos, como mejor se aplica es en la calle y del lado de aquellos que más lo necesitan. Por eso me resulta tan llamativo el silencio sepulcral de la Iglesia ante la adopción de medidas tan injustas y antisociales. La Iglesia tiene voz, y bien que la ha levantado, cuando le ha convenido. Ya va siendo hora de que la jerarquía deje de coquetear con el poder, de canonizarlo incluso, y entone un mea culpa por haber olvidado a los crucificados de nuestros días. Escrito está: “Nadie puede servir a dos señores; pues, o bien, odiará a uno y amará al otro o se vinculará con uno y despreciará al otro: No podéis servir a Dios y a la riqueza” (Lucas 16, 13).