Imperialismo ecológico

Por Libretachatarra


Todo empieza con una anécdota. El escritor y periodista estadounidense Charles C. Mann estaba en un huerto escolar. Los alumnos habían cultivado unos cien tipos de tomates. Un estudiante le ofreció una variedad desarrollada en Ucrania en el siglo XIX. Mann se sorprendió: creía que los tomates se habían originado en México, ¿cómo habían llegado a Ucrania?
Estaba equivocado. Los tomates no se originaron en México sino en la región andina central. La mayor incógnita no es cómo llegaron a Ucrania sino cómo –o por qué– viajaron de los Andes a México, donde los cultivadores indígenas hicieron sus frutos más grandes y más comestibles. A partir del siglo XVI los europeos esparcieron el tomate por todo el planeta. En cada rincón del mundo, en cada continente y en cada población, el tomate tuvo un notable impacto cultural. ¿Cómo pensar la gastronomía del sur de Italia sin tomates?
La anécdota continúa. Mann revolvía los anaqueles de una librería de viejo; encontró un ejemplar de Imperialismo ecológico: La expansión biológica de Europa, 900-1900, el libro de 1986 del historiador Alfred W. Crosby. Lo abrió y leyó el primer párrafo del prólogo, que es sólo una oración: “Los emigrantes europeos y sus descendientes están en todas partes, y eso requiere una explicación”. Obtuvo un salvoconducto, la clase de autorización que emerge al hallar una ocurrencia personal cristalizada en discurso público. “Comprendía exactamente lo que quería decir Crosby –reconoció Mann–. La mayoría de los africanos vive en Africa, la mayoría de los asiáticos, en Asia y la mayoría de los indígenas americanos, en América. En cambio los descendientes de europeos abundan en Australia, en toda América y en el sur de Africa. Trasplantados con éxito, en muchos de esos lugares constituyen la mayoría de la población; es un hecho evidente, pero yo nunca lo había pensado antes. Ahora me preguntaba: ¿por qué es así? Desde el punto de vista ecológico eso es tan asombroso como los tomates de Ucrania”.
Crosby nació en 1931 en Boston. Escribió una decena de libros, de los cuales The Columbian Exchange, de 1972, es acaso el más influyente. Legó una idea, un concepto: el “intercambio colombino”, esto es, el movimiento de animales, plantas, enfermedades, personas, tecnologías y culturas originado por la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492 que transformó radicalmente la vida en el planeta. En Imperialismo ecológico, el libro que Mann encontró en la librería de viejos, Crosby todavía le daba vueltas a la misma cuestión: más que tecnológica o cultural, la ventaja de los europeos fue biológica. Los barcos europeos no llevaban sólo personas y armas; también cargaban animales y plantas, algunos de manera deliberada y otros por accidente. Tras los viajes de Colón se encontraron ecosistemas que llevaban eones separados. Se plantó maíz en Africa; el boniato llegó a Asia oriental; en América desembarcaron manzanas y caballos; el eucalipto y el ruibarbo crecieron en Europa. Y también se movieron en uno y otro sentido una gran cantidad de hierbas, insectos, bacterias y virus: viruela, gripe, hepatitis, sarampión, encefalitis, neumonías virales, tuberculosis, difteria, tifus, cólera, escarlatina, meningitis bacteriana, nada de esto se conocía en el hemisferio occidental. Entre los siglos XVI y XVII los nuevos microorganismos mataron a tres cuartas de la población americana. Por eso la historiadora Sophie Bessis, en su libro Occidente y los otros, insiste en que se trató del primer genocidio de la historia: aquél que sentó las bases para todos los demás.
Fue un proceso no del todo comprendido ni controlado por sus participantes, pero les dio una ventaja clave a los europeos para ganar sus imperios: transformaron buena parte de América, Asia y Africa en versiones ecológicas de Europa, paisajes que los extranjeros podían utilizar con mayor comodidad que los habitantes nativos. Para el siglo XIX, el impulso europeo del siglo XVI de consolidar un sistema de intercambio económico mundial ya había producido un sistema ecológico unificado; y sucedió de repente: en términos biológicos, tres siglos no son nada.
(…)
…el 2 de enero de 1494 Colón fundó La Isabela, la primera ciudad europea en América, en una isla de la actual República Dominicana. Uno de sus fundadores dijo que esa ciudad sería ampliamente conocida gracias a sus magníficas construcciones y muros. No sucedió. Se la abandonó seis años después y hoy casi nadie la recuerda. Sin embargo, explica Mann, los niños que nacieron ese día llegaron a un mundo en el que el comercio y las comunicaciones entre Europa occidental y el extremo Oriente estaban bloqueados por las naciones islámicas. “Para cuando esos niños tuvieron nietos había esclavos africanos extrayendo plata en minas americanas para ser vendida en China; mercaderes españoles que esperaban ansiosamente los últimos embarques de sedas y porcelanas asiáticas desde México y marinos holandeses que cambiaban conchas de moluscos de las Islas Maldivas, en el Océano Indico, por seres humanos en Angola, en la costa del Atlántico. El tabaco del Caribe hechizaba a los ricos y poderosos en Madrid, Madrás, la Meca y Manila”. Al fundar La Isabela, Colón sentó las bases de una nueva red comercial que incluía los dos hemisferios del globo; también inició la ocupación europea permanente en América, y por sobre todo, inventó el mundo moderno: lo que todavía hoy se llama globalización es otra consecuencia del intercambio colombino.
MARCELO PISARRO
“La primera red global”
(ñ, 19.11.13)