Revista Cine

Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos

Publicado el 14 mayo 2018 por 39escalones

Alfred HitchcockWhen the legend becomes fact, print the legend (Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda). Tal vez este principio que el guión de El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962) pone en boca de un periodista sirva para sintetizar las estrechas relaciones entre periodismo y cine, una simbiosis que parte quizá de una naturaleza esencial compartida: la necesidad de contar la realidad desnuda reordenando y reinterpretando los acontecimientos. Una tarea que ambos medios emprenden, al menos en la teoría, desde una elemental diferencia de base, la dosis de ficción o imaginación que cabe en sus respectivos relatos. Allí donde el periodismo se ve prisionero, o debería, de los límites que imponen los hechos comprobados (una restricción que demasiado a menudo no se hace perceptible en la medida deseable), el cine dispone de una herramienta inapreciable, el banco de ideas de la fantasía, para construir argumentos que pueden estar en mayor o menor grado anclados en la realidad pero que siempre apelan a ella. Distintos procedimientos, por tanto, de alcanzar un mismo fin, ofrecer una perspectiva particular del acontecer humano. Esta proximidad de géneros hace que, además de su explícita confluencia en el cine documental, suma del soporte cinematográfico y los métodos periodísticos para articular un discurso pegado a la realidad (por no hablar de las cintas de carácter biográfico o de las que nacen con vocación de crónica de época o de hechos históricos), cine y periodismo hayan propiciado fructíferos encuentros a ambos lados de la pantalla, una retroalimentación que surge con el mismo nacimiento del cine y continúa gozando de buena salud en nuestros días.

1. Periodismo y cine.

En su origen, el cinematógrafo no es otra cosa que una atracción de feria, y como tal fue saludado por la prensa francesa del 28 de diciembre de 1895, el día que los hermanos Lumière hicieron la primera proyección pública del nuevo invento en el número 14 del parisino Boulevard des Capucines. No será hasta los albores del siglo siguiente, superada ya la primitiva frontera de la simple tecnología que congela la realidad en película, agotado el lucrativo efecto de la novedad de su impacto en un público virgen, y necesitado de la literatura para nutrirse de cosas que contar y rebozarse del prestigio de sus títulos y sus historias, que el cine, dotado de un considerable aumento en las inversiones, con mejores medios y, como resultado, bajo el impulso de una mayor creatividad, atraiga la atención de la prensa y surja la crítica cinematográfica como género periodístico propiamente dicho. Es un tiempo en que las películas representan únicamente a las compañías que las producen, Gaumont, Pathé, la Black Maria (el estudio de Thomas A. Edison), Vitagraph, Biograph, Essanay, etc., cintas de uno o dos rollos en las que ni directores ni técnicos ni intérpretes merecen siquiera una mención en los créditos de los filmes.

Este planteamiento cambia de raíz cuando la repetición de rostros en la pantalla convierte a los

Florence Lawrence
intérpretes en identidades reconocibles y las compañías empiezan a ser conscientes de la repercusión que su presencia tiene a la hora de atraer espectadores a los pases. Florence Lawrence, actriz e inventora (diseñó un primigenio sistema de indicadores para los automóviles que avisaba de la dirección que iba a tomar el vehículo en sus giros y de cuándo frenaba), es considerada la primera estrella del cine. No en vano, Florence apareció en la mayor parte de los sesenta títulos que en 1908 dirigió David W. Griffith (al que después se atribuirá la creación del lenguaje cinematográfico, dicho sea con muchas reservas), alcanzó el estratosférico –para entonces- salario de 500 dólares a la semana, y fundó junto a Carl Laemmle en New Jersey el embrión de lo que más adelante serían los estudios Universal. La llegada del estrellato al cine, casi coincidente con el salto de la industria de la Costa Este a California (con una primera parada en Jacksonville, Florida), alimenta el nacimiento de otro tipo de prensa, la dedicada a las figuras del cinematógrafo, esos rostros que ya tienen un nombre y cuya vida dentro y fuera de la pantalla comienza a interesar a los asiduos de las salas de cine que paulatinamente han ido sustituyendo a las trastiendas, los cafés, los establos, los nickelodeones y las demás instalaciones provisionales y precarias donde venían teniendo lugar las proyecciones. La eclosión de este fenómeno, cuyos síntomas más elocuentes son el lema publicitario con que se vanagloriaba la Metro-Goldwyn-Mayer, “más estrellas que en el cielo”, y su política publicitaria consistente en lograr entre el público la identificación de los actores y actrices con sus personajes en la pantalla, contribuye decisivamente al desarrollo de esta prensa, a menudo financiada por los propios estudios, que actúa de altavoz de los proyectos y negocios de las majors de Hollywood utilizando sus caras conocidas como reclamo. Paralelamente, se da una doble perversión de este proceso: mientras que cierta prensa descarta ocuparse de la faceta profesional de las estrellas y se concentra en airear asuntos de su vida privada, al calor de la crónica de sucesos y la prensa amarilla aparece un periodismo sensacionalista que, como la revista Hush-Hush (Secretitos) que dirige Sid Hudgens/Danny
Danny DeVito
DeVito en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1995), bucea en el lado menos grato de los famosos del cine y sus aledaños, publica informaciones negativas, se hace eco de las noticias morbosas que les afectan, las tergiversa o directamente las inventa con la única finalidad de vender más ejemplares a un público ansioso de cotilleos que demuestren que esos seres aparentemente superiores que transitan por la pantalla y viven inmersos en la opulencia de sus fiestas y sus mansiones de estilo español no dejan de ser humanos imperfectos, llenos de problemas, carencias y debilidades. En otras palabras: les encanta cómo las noticias sensacionalistas los vuelven mortales.

Esta convivencia más o menos pacífica entre distintos estilos de prensa que tiene al cine y sus criaturas como objeto de atención alumbra importantes nombres que, pese a pertenecer al periodismo, son también parte indisoluble de la historia del cine. A los Bazin, Rohmer, Truffaut, Chabrol y otros críticos franceses que defienden la teoría de la autoría cinematográfica como atributo del director, responsables del auge de la crítica de cine en los años cincuenta, se suman Andrew Sarris y la poderosa (no siempre para bien) Pauline Kael, que revitalizan la crítica americana en los setenta, o el saber enciclopédico de expertos como Roger Ebert, Leonard Maltin o David Thomson, entre muchos otros. En el lado oscuro, al

Louella y Hedda
mismo tiempo que la política de mercado de estudios y distribuidoras sigue utilizando la simulación del formato crítico y la inserción de noticias interesadas en los programas informativos para lo que no es más que una labor de difusión publicitaria para sus productos en televisiones, radios, prensa tradicional, medios digitales y redes sociales, la escuela de Louella Parsons y Hedda Hopper, las primeras cronistas de espectáculos del periodismo americano, odiadas y temidas debido a su venenosa utilización de la información y los chismorreos en periódicos y espacios radiofónicos con el fin de ejercer una influencia cada vez mayor en los poderes de Hollywood, sigue viva en todo su esplendor y amplificada por el inestimable altavoz de Internet. Tal ha sido la importancia histórica de este perfil, casi siempre negativa (arruinando carreras, condicionando repartos, predisponiendo al público a la aceptación o rechazo de tal o cual intérprete, director, productor o estudio), que en su magistral fresco sobre Hollywood, El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), Billy Wilder incluye a Hedda Hopper en su galería de viejas glorias de los estudios junto a leyendas del celuloide como Gloria Swanson, Erich von Stroheim, Buster Keaton o H. B. Warner.

2. Cine y periodismo.

El elemento que comparten periodismo y cine, esa necesidad de contar, cristaliza en una herramienta común que define a ambos (al menos cuando pueden llamarse tales): la mirada. De ahí que el periodismo y los periodistas encajen tan bien en un medio a cuya forma de observar el mundo se ajustan a la perfección. No es extraño, por tanto, que el cine haya encontrado en ellos inspiración, vehículo o incluso metodología para contar sus propias historias, conformando un catálogo prácticamente inabarcable que puede aglutinarse, en general, en cinco líneas narrativas básicas:

a) El periodista detective:

Uno de los ingredientes esenciales de cualquier trama dramática, el misterio, la intriga, el suspense, encuentra en el ideal de búsqueda que ofrece el periodismo una de sus expresiones más agradecidas. Son innumerables los títulos que cuentan con el protagonismo de un periodista indagador, que ocupa la posición de investigador o perseguidor que esclarece un caso, averigua una verdad oculta o descubre un secreto.

En Yo creo en ti (Call Northside 777, Henry Hathaway, 1947) un escéptico periodista (James Stewart) es el único que cree en la inocencia de un acusado de asesinato cuya madre ofrece una recompensa a quien obtenga pruebas que lo exculpen. En El reloj asesino (The big clock, John Farrow, 1948), un periodista (Ray Milland) ve cómo el editor de su periódico (Charles Laughton) comete un asesinato pasional: mientras este, que se sabe visto por alguien, atribuye el crimen al testigo desconocido y utiliza los medios del periódico para averiguar su identidad y después liquidarlo, el periodista urde una estratagema con la que probar su inocencia y acusar al verdadero culpable. Lúcidamente crítica con el fenómeno del racismo, El forajido (The lawless, Joseph Losey, 1949) es la historia de un periodista que defiende a un bracero mexicano al que los vecinos de una pequeña comunidad californiana persiguen tras un violento altercado. Más analítica en cuanto a su aproximación al

Mientras Nueva York duerme
competitivo mundo del periodismo, Mientras Nueva York duerme (While the city sleeps, Fritz Lang, 1956) narra la carrera entre distintos periodistas de una misma empresa de comunicación por lograr la exclusiva de la detención del llamado “asesino del pintalabios”, en la creencia de que quien la obtenga estará mejor colocado para acceder al puesto vacante de director. La magistral Corredor sin retorno (Shock corridor, Sam Fuller, 1963) es la crónica de la peligrosa aventura de un periodista ambicioso que en su intento de ganar el premio Pulitzer se hace ingresar en un psiquiátrico fingiendo un trastorno mental con el fin de sonsacar a los tres internos que tienen información sobre un asesinato cometido en el centro. A esa misma vertiente de intriga criminal protagonizada por un periodista pertenecen la dupla de Clint Eastwood Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the garden of good and evil, 1997) y Ejecución inminente (True crime, 1999), La sombra del poder (State of play, Kevin Macdonald, 2009), basada en una serie televisiva de la BBC, con reparto estelar y tintes de conspiración política, la horrible Ciudad del silencio (Bordertown, Gregory Nava, 2006), tratamiento fallido en todos sus niveles de la tragedia de Ciudad Juárez, o la eficaz cinta argentina Betibú (Miguel Cohan, 2014), en la que una novelista criminal trabaja para un periódico en el esclarecimiento de un misterioso asesinato.

El crimen es muy goloso para la intriga cinematográfica, pero los periodistas del cine no sólo husmean sobre homicidios. Valgan como ejemplo El mundo perdido (The lost world, Harry O. Hoyt, 1925), antecedente directo de King Kong (M. C. Cooper, y E. B. Shoedsack, 1933) en la que un periódico financia una expedición a la busca de dinosaurios en la Amazonia, la magnífica El fuego y la palabra (Elmer Gantry, Richard Brooks, 1960), donde un periodista (Arthur Kennedy) intenta desenmascarar al falso predicador que interpreta Burt Lancaster, y la irregular y desaprovechada Matar al mensajero (Kill the messenger, Michael Cuesta, 2014), historia real de Gary Webb, reportero de un pequeño periódico californiano que consiguió evidencias de las conexiones de la CIA con el narcotráfico para financiar sus actividades ilegales en Centroamérica, y su responsabilidad en la proliferación del consumo de crack en los populosos barrios negros de las ciudades norteamericanas.

Esta cinta prepara el terreno para el siguiente campo de exploración de las relaciones entre periodismo y cine, el poder en la sombra.

b) La teoría de la conspiración:

En el cine, el enfrentamiento entre el periodismo de investigación y el poder político que intenta ocultar

5. Todos los hombres del presidente (página 4)
una verdad incómoda tiene un nombre: Alan J. Pakula. El director neoyorquino es el artífice de la excepcional Todos los hombres del presidente (All the president’s men, 1976), crónica de la labor de Carl Bernstein (Dustin Hoffman) y Bob Woodward (Robert Redford) para destapar el caso Watergate desde las portadas de The Washington Post, y alegato a favor de la independencia periodística frente a las presiones políticas y empresariales. Antes, en El último testigo (The Parallax view, 1974), Pakula ya había confrontado a prensa y poder político en la angustiosa historia de una conspiración para asesinar a los siete periodistas que han sido testigos del asesinato de un candidato a senador inicialmente atribuido a un loco pero en realidad fruto de oscuras maniobras políticas. Finalmente, en El informe pelícano (The pelican brief, 1993) el objeto de la investigación son las misteriosas y oportunas muertes de varios miembros del Tribunal Supremo de EE.UU y una teoría que apunta a la autoría presidencial como máxima beneficiaria de esas desapariciones.

Una conspiración multilateral (corrupción política, sobornos de la mafia, manipulación de elecciones, liquidación de la competencia, sustitución de periodistas por redactores a sueldo que inventan las noticias de acuerdo con las exigencias del poder político y económico, cuando no del crimen organizado) es la amenaza que se cierne sobre el New York Day que dirige Humphrey Bogart en El cuarto poder

6. buenas noches y buena suerte (página 4)
(Deadline USA, Richard Brooks, 1952). A esa misma época viaja George Clooney en Buenas noches, y buena suerte (Good night and good luck, 2005) para narrar el verídico tour de force que enfrentó al periodista televisivo Edward R. Murrow y al productor de la CBS Frank Friendly con el senador Joseph McCarthy y su Comité de Actividades Antiamericanas, y que supuso de facto la liquidación de este último tras más de un lustro de paranoia anticomunista y vulneraciones constitucionales de todo tipo.

La televisión es también el marco de El síndrome de China (The China syndrome, James Bridge, 1979): el equipo de un canal local de Los Ángeles que graba un reportaje en una central nuclear es testigo de un peligroso accidente que los dueños de la central niegan y los políticos desean que pase inadvertido. Los dirigentes televisivos, sometidos a presiones que incluyen el chantaje, la coacción y la amenaza, tanto de represalias sobre el mantenimiento de su licencia de emisión como de supresión de anunciantes, se plantean no emitir las imágenes que los reporteros han tomado a escondidas y que planeaban difundir en el informativo de máxima audiencia. En una línea más imaginativa, Peter Hyams recrea en Capricornio Uno (Capricorn One, 1978) la investigación de un periodista (Elliott Gould) para desentrañar una doble conspiración: por un lado, la NASA miente a la humanidad retransmitiendo por televisión un falso viaje a Marte; por otro, los poderes del Estado persiguen a los astronautas que han intervenido en la farsa para eliminarlos y evitar que revelen el engaño. Por último, de vuelta a la cruda realidad, la fallida El quinto poder (The fifth state, Bill Condon, 2013) relata la creación de WikiLeaks por Julian Assange y Daniel Domschell-Berg para la filtración anónima de documentos que ponen al descubierto las turbias maniobras de gobiernos y multinacionales a nivel mundial.

Y es que la visión del mundo por parte de los periodistas también ha sido recurrente objeto de atención para el cine.

c) Los corresponsales:

El esquema básico de las historias sobre corresponsales en el extranjero responde por lo común a las

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complicadas relaciones amorosas y/o de amistad que el protagonista establece en un entorno más o menos exótico sometido a traumáticas tensiones político-bélicas, de forma que el drama personal sirve en última instancia de metáfora o analogía para exponer la naturaleza del conflicto en cuestión.

El excelente clásico Enviado especial (Foreign correspondent, Alfred Hitchcock, 1940) toma como pretexto la inmersión de un corresponsal americano en la intriga que rodea al secuestro de un diplomático europeo para defender el intervencionismo estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. En el mismo contexto, También somos seres humanos (Story of G. I. Joe, William A. Wellman, 1945) constituye un buen ejemplo de propaganda belicista con Burgess Meredith como Ernie Pyle, famoso corresponsal de guerra que escribió sobre la vida de los soldados en el frente hasta que cayó en la batalla de Okinawa. En la línea de la denuncia antibelicista y de la reivindicación de la impagable labor de los corresponsales de guerra, destaca la española Territorio comanche (Gerardo Herrero, 1996), poco afortunada (una vez más) traslación a la pantalla de una novela de Arturo Pérez-Reverte, en esta ocasión basada en sus experiencias como enviado a la guerra de Yugoslavia. Precisamente en esa guerra transcurre Las flores de Harrison (Harrison’s flowers, Elie Chouraqui, 2000), historia de la esposa de un reportero de guerra que viaja a Croacia en busca de su marido, dado por desaparecido. Con Bosnia tiene mucho que ver La sombra del cazador (The hunting party, Richard Shepard, 2007), penoso intento de sátira periodística protagonizado por Richard Gere. Dentro del fotoperiodismo, algo más atinada (pero poco más) es la noruega Mil veces buenas noches (Tusen ganger god natt, Erik Poppe, 2013), drama algo manido y especialmente moroso que se salva por la siempre gratificante presencia y el buen hacer de Juliette Binoche.

El sexteto de títulos más recomendables en este apartado lo encabeza El americano tranquilo (The quiet American, Joseph L. Mankiewicz, 1958), adaptación de Graham Greene llevada de nuevo al cine en 2002 por Phillip Noyce con el protagonismo de Michael Caine, la relación a tres bandas entre un veterano corresponsal británico, su joven amante vietnamita y un cooperador humanitario norteamericano en el Saigón de los años cincuenta, en pleno conflicto colonial franco-vietnamita, y que presenta la antesala del desembarco americano en la zona que precederá a la guerra de Vietnam. Algo más al sur, la estupenda cinta australiana El año que vivimos peligrosamente (The year of living dangerously, Peter Weir, 1983 ) es la crónica del amor entre un periodista australiano (Mel Gibson) y una empleada de la embajada británica (Sigourney Weaver) en la Indonesia del dictador pro-americano Sukarno, mientras que la oposición comunista y los partidos musulmanes hacen tambalear al régimen. De vuelta al continente, Los gritos del silencio (The killing fields, Roland Joffé, 1984), cuenta la historia real de Sydney Chamberg, corresponsal de The New York Times en Camboya durante la guerra de Vietnam y las operaciones encubiertas del ejército americano en Laos y Camboya, y su asistente e intérprete, Dith Pran, que tras la retirada del apoyo militar y logístico americano al gobierno camboyano y el triunfo del jmer rojo pasará años recluido en un campo de la muerte hasta su posterior fuga a Tailandia; estos dos títulos son tan recordados por la fuerza de sus imágenes como por su música, en el primer caso obra de Maurice Jarre y Vangelis (no acreditado) y en el segundo de Mike Oldfield. Por último, también en el sudeste asiático, La caja china (Chinese box, Wayne Wang, 1997) narra la enfermedad terminal de un periodista en el Hong Kong que está a punto de pasar de nuevo a control chino tras cien años bajo soberanía británica, y su desgraciado amor por una prostituta china. Esta tragedia romántica protagonizada por Jeremy Irons y Gong Li establece un acertado paralelismo entre la pequeña historia de los personajes y el gran acontecimiento que marca su separación.

 Bajo el fuego
Centroamérica es otro punto de interés frecuente para el cine que versa sobre corresponsales de guerra. En Bajo el fuego (Under fire, Roger Spottiswoode, 1983) Nick Nolte, Joanna Cassidy y Gene Hackman son tres periodistas norteamericanos que desvelan la participación de su gobierno en el sostenimiento de la dictadura nicaragüense de Somoza frente a la guerrilla sandinista. La película reflexiona sobre el grado de compromiso, la objetividad y la neutralidad de posicionamiento de los periodistas ante determinados descubrimientos y atrocidades. Finalmente, Salvador (Oliver Stone, 1986), basada también en una historia real, la del periodista Richard Boyle, es uno de los más desgarradores testimonios sobre la influencia estadounidense en las dictaduras centroamericanas, en este caso durante la guerra de El Salvador. El siempre polémico director (sobre todo cuando se trata de ir a la contra de la política oficial de los gobiernos norteamericanos) profundiza sobre esa misma idea de compromiso y toma de partido por parte de la prensa cuando se ve afectada en el plano personal por las decisiones políticas de su propio gobierno.

Hasta aquí se han expuesto ejemplos de lo que sucede cuando el cine cuenta un argumento a través de los ojos de los periodistas. Pero ¿qué ocurre cuando el cine escoge precisamente el periodismo como argumento?

d) Las historias de interés humano: 

El periodista seducido por el objeto de su trabajo como símbolo del sentido y el significado del periodismo es en esencia la premisa de estas historias, muy abundantes en todas las etapas del cine.

A veces, esa seducción es amorosa. Así, en la simpática Amor y periodismo (Love news, Tay Garnett, 1937) un especialista en cotilleos sobre la gente frívola y ociosa de las revistas se convierte en una de sus propias noticias cuando una vengativa joven, una rica heredera de las que suele mofarse, anuncia públicamente que va a casarse con él. También en clave de comedia de equívocos, La reina de Nueva York (Nothing sacred, William A. Wellman, 1937) trata de un periodista (Fredric March) que, buscando impactar al público con una serie de emotivos artículos sobre las últimas semanas de vida de una atractiva joven que él cree enferma terminal (Carole Lombard), convence a su periódico de que, como anzuelo publicitario, les costee una semana de estancia en Nueva York. Igualmente, el reportero que encarna James Stewart en Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, George Cukor, 1940) termina enamorándose de Tracy (Katharine Hepburn), cuya nueva boda va a

Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos
cubrir por invitación expresa del ex marido de ella (Cary Grant). En Ausencia de malicia (Absence of malice, Sydney Pollack, 1981), el hijo de un conocido gángster (Paul Newman), acusado de manera irresponsable por una ambiciosa periodista (Sally Field) de la desaparición de un líder sindical, elabora una ingeniosa estratagema para escabullirse de sus insinuaciones. Con el amor ya transformado en matrimonio, La mujer del año (Woman of the year, George Stevens, 1942) es una encantadora comedia sobre la guerra de sexos en la que Spencer Tracy y Katharine Hepburn, en su primera aparición conjunta, dan vida a un cronista deportivo y a una apasionada columnista política. La atracción entre la periodista y
9. Juan Nadie (página 6)
su descubrimiento también es uno de los ingredientes de Juan Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, 1941): la periodista (Barbara Stanwyck), indignada porque el nuevo propietario del periódico decide despedir a toda la plantilla, escribe una carta firmada por un falso Juan Nadie que provoca la admiración y el aplauso de los lectores; espoleado por esta reacción popular, el periódico decide crear un auténtico Juan Nadie y contrata a un vagabundo (Gary Cooper) que encarne al personaje. Capra filma así su enésima reivindicación del espíritu del New Deal de Roosevelt cuando EE.UU. está a punto de verse metido de lleno en el terror de la peor guerra concebible hasta entonces. Gary Cooper, esta vez como un vanguardista y talentoso arquitecto, es también el objeto del obsesivo y enfermizo amor de la periodista que interpreta Patricia Neal en El manantial (The fountaindhead, King Vidor, 1949), una lucha de individualistas frente a la tiranía del convencionalismo que les consume demasiado tiempo y esfuerzos y termina por robarles el espacio necesario para una vida juntos. Varias décadas después, es el periodismo de informativos en una cadena de televisión el marco del triángulo amoroso entre William Hurt, Holly Hunter y Albert Brooks en Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987).

Al filo de la noticia

En otras ocasiones, el carisma de un personaje que parece haber salido de la nada cautiva tanto al periodista que amenaza con reducirlo a mero acólito, a simple cantador de alabanzas, a propagandista. Así le ocurre de nuevo a Patricia Neal en la magistral Un rostro en la multitud (A face in the crowd, Elia Kazan, 1957), feroz sátira del mundo de los medios de comunicación sobre un vagabundo elevado a estrella televisiva que acaba fagocitado por el monstruo que él mismo ha contribuido a crear. En la imprescindible El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), la historia de Will Stark (Broderick Crawford), hombre humilde y valiente que entra en política para luchar por los más oprimidos y que se corrompe hasta el último extremo cuando conoce los réditos económicos que puede proporcionarle el juego sucio en el ejercicio del poder, el periodista que encarna John Ireland es el primero en descubrir las virtudes del hombre sencillo, y también quien reniega de él en primer lugar cuando descubre la honda putrefacción de su metamorfosis.

No siempre estos descubrimientos son tan desagradables ni los periodistas sufren el riesgo de verse pervertidos o engañados: el reportero que encarna Burgess Meredith en la película colectiva Una encuesta llamada milagro (On our merry way, K. Vidor, G. Stevens, L. Fenton, 1948) entra en contacto con una variopinta y entrañable galería de personajes; el veterano periodista que Humphrey Bogart interpreta en su última película, Más dura será la caída (The harder they fall, Mark Robson, 1956), contratado por un promotor sin escrúpulos para hacer popular a uno de sus boxeadores y que crea que gana por sí mismo unos combates amañados, termina apiadándose e intercediendo por la pobre víctima de la mafia de las apuestas; en la espléndida El dilema (The insider, Michael Mann, 1999) el productor del afamado programa de reportajes de la televisión americana 60 minutos (Al Pacino) pone toda la carne en el asador por un ejecutivo de una empresa tabaquera (Russell Crowe) que se atreve a denunciar las maniobras ilegales de las marcas de tabaco que introducen componentes cancerígenos para fomentar la adicción a sus cigarrillos; El solista (The soloist, Joe Wright, 2009) narra la historia real del periodista de Los Angeles Times Steve Lopez, autor de una serie de artículos que sacaron del anonimato a un genio del violonchelo que vivía en la indigencia tras abandonar su carrera musical debido al diagnóstico de una esquizofrenia; en la conmovedora Philomena (Stephen Frears, 2013), un periodista de la BBC (Steve Coogan) ayuda a una anciana (Judi Dench) a localizar a la hija que dio en adopción cincuenta años atrás, obligada por las monjas del internado en que vivía.

También ocurre que el periodista sea la mala hierba de la ecuación. A veces ni siquiera es un auténtico periodista, como el Jack Nicholson de El reportero (Professione: reporter / The passenger, Michelangelo Antonioni, 1975). Otras, es un ambicioso sin ética profesional, como Dustin Hoffman en Mad city (Costa-Gavras, 1997), que explota mediáticamente el secuestro de un grupo de niños por un antiguo empleado de seguridad de un museo que protesta así contra su injusto despido, o un fotógrafo que se mueve demasiado al filo de la legalidad para conseguir sus exclusivas, como el Leon Bernstein de Joe Pesci en El ojo público (The public eye, Howard Franklin, 1992). La absorbente El desafío: Frost contra Nixon (Frost/Nixon, Ron Howard, 2008), además de fenomenal testimonio sobre cómo actúa un equipo de investigación periodística ante la perspectiva de entrevistar a un gran estadista venido a menos, es también la crónica del ansia de un periodista de mala reputación confinado en programas humorísticos de dudoso gusto, el real David Frost (Michael Sheen), por labrarse una carrera respetable y exitosa que le permita ser tomado en serio. La palma en este punto, no obstante, se la lleva Stephen Glass, el protagonista de El precio de la verdad (Shattered Glass, Billy Ray, 2003), otra historia real en la que un redactor de la revista The New Republic fue despedido cuando quedó demostrado que más de la mitad de sus lúcidos e intrépidos reportajes no eran más que ingeniosas invenciones.

Finalmente, el mismo periodista puede ser carne de reportaje de interés humano. Así, Veronica Guerin (Joel Schumacher, 2003) narra el asesinato de una incisiva y brillante periodista de Dublín especializada en destapar tramas de narcotráfico. En otro plano bien distinto, es precisamente el vitalismo de su joven colaborador, en combinación con la deprimente vida cultural del Portugal de 1938, en plena dictadura de Salazar, lo que altera de raíz la vida del periodista que interpreta maravillosamente el gran Marcello Mastroianni en Sostiene Pereira (Roberto Faenza, 1996), un curtido cronista de sucesos al que se encarga dirigir la página cultural de su periódico, magnífica adaptación de la novela de Antonio Tabucchi. Y no es descartable que el periodista se vea salpicado por un poquito de magia: ¿qué pasaría si un periódico fuera capaz de predecir las noticias con un día de antelación? Esta es la premisa argumental de la comedia fantástica Sucedió mañana (It happened tomorrow, René Clair, 1944). Eso, por no hablar de superhéroes extraterrestres camuflados como simples periodistas terrícolas del Daily Planet, a lo Superman (Richard Donner, (1976).

Daily Planet Superman

El resultado de la suma de magia y Marcello Mastroianni no puede ser otro que La dolce vita (Federico Fellini, 1960), la odisea de un periodista desencantado por las noches de fiesta de la burguesía romana en busca de la noticia que le saque de su apatía vital y profesional, y que cree encontrarla en la llegada de Sylvia, una diva del cine. Un hombre extraviado a la caza de un reportaje para el que seguramente él mismo sería el mejor protagonista posible. La película, además, da a luz un nuevo término periodístico derivado del apellido de uno de sus múltiples personajes secundarios, un fotógrafo que persigue a los famosos por Via Veneto y que responde al nombre de Paparazzo (Walter Santesso).

Paparazzo y sus criaturas, los paparazzi, son el vínculo perfecto para el salto al último eslabón de las relaciones entre cine y periodismo.

e) El sensacionalismo: 

Aunque la mirada crítica del cine sobre el periodismo se filtra en muchas de las películas mencionadas en apartados anteriores, algunos títulos se ceban en la tarea de arrojar luz sobre las sombras de la profesión y en el retrato más ácido posible de sus integrantes. Por ejemplo, para el editor del periódico de Sed de escándalo (Five star final, Mervyn LeRoy, 1931), interpretado por Edward G. Robinson, todo vale para aumentar las ventas, incluso rescatar en primera página un caso de asesinato de veinte años atrás que puede arruinar la vida de la acusada, ahora una madre de familia perfectamente reinsertada. Y qué decir

Ciudadano Kane
del Charles Foster Kane de Orson Welles en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), trasunto del magnate de los medios de comunicación William Randolph Hearst, el millonario que juega a ser periodista y convierte su entusiasta declaración de principios inicial en papel mojado a medida que utiliza sus periódicos para sus juegos de poder y negocio. O del despiadado columnista del espectáculo J.J. Hunsecker (Burt Lancaster) de Chantaje en Broadway (Sweet smell of success, Alexander MacKendrick, 1957) –de nuevo el espectro de Hedda Hooper y Louella Parsons sobrevolando la pantalla-, que no vacila en utilizar a su perro de presa (Tony Curtis) para el trabajo sucio (y que llega en sus empeños de ascenso a cotas todavía más bajas de suciedad), incluido
15. chantaje en broadway (página 8)
acabar con la reputación de un guitarrista de jazz inventándole una adicción a las drogas únicamente por el hecho de que su hermana, sobre la que ejerce un control protector de corte casi incestuoso, se ha enamorado de él y amenaza con escapar de su alcance. Del choque de dos periodistas hambrientos, el veterano redactor jefe de un diario sensacionalista y un joven reportero con ansias de escritor serio, trata también la peruana Tinta roja (Francisco J. Lombardi, 2000), en la que el rencor del primero al reconocer en el otro su antiguo y fracasado retrato de juventud le lleva a proponerse destruir su integridad y convertirlo en otro fabricante de amarillismo.

Esta vertiente menos higiénica del periodismo en el cine no es exclusiva de la prensa escrita. En Un hombre de hoy (WUSA, Stuart Rosenberg, 1970), la emisora de radio de Nueva Orleans donde un periodista (Paul Newman) vomita mensajes radicales e intolerantes se erige en el centro de una conspiración política de grupos de extrema derecha. En Network (Un mundo implacable) (Network,

 Network
Sidney Lumet, 1976) los directivos de un canal televisivo no dudan en utilizar el trastorno mental de uno de sus más veteranos y célebres locutores de informativos, despedido por el bajo seguimiento de su programa y que ha anunciado que antes de dejar su puesto se suicidará ante las cámaras, para disparar sus índices de audiencia e imponerse sobre sus feroces competidores. En Jungla de cristal (Die hard, John McTiernan, 1988) un repulsivo reportero televisivo pone en peligro a la familia del cochambroso policía John MacClaine (Bruce Willis), encerrado en un rascacielos con un grupo terrorista. En Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) un aprendiz de reportero autodidacta (Jake Gyllenhaal) no se detiene ante nada para ascender en el mundo de los informativos matutinos que ofrecen a la hora del desayuno imágenes morbosas de accidentes de tráfico o de escenas de crímenes y violencia tomadas la noche anterior.

No obstante, el verdadero paradigma de este apartado de las relaciones entre cine y periodismo es doble: por un lado, la obra teatral The front page de Ben Hecht y Charles MacArthur, llevada al cine en múltiples ocasiones, y por otro la genial El gran carnaval (Ace in the hole, Billy Wilder, 1951).

Un gran reportaje (The front page, Lewis Milestone, 1931) es prácticamente la traslación a imágenes de la obra teatral de Hecht y MacArthur: temeroso de que su mejor periodista, Hildy Johnson, le abandone para hacer carrera en el Este, Walter Burns, redactor jefe de un periódico de Chicago, intenta retenerle encargándole el reportaje de su vida, nada menos que cubrir la ejecución de un condenado por el asesinato de un policía y, después, su inesperada fuga de la prisión. La novedad que supone la segunda

16. Luna nueva (página 9)
adaptación, Luna nueva (His girl Friday, Howard Hawks, 1940), consiste en la conversión del personaje de Hildy en una mujer (Rosalind Russell), para más señas ex esposa de su jefe (Cary Grant). A la disección sobre el submundo del periodismo, puesta de manifiesto en la fauna de reporteros que frecuenta la sala de prensa de la prisión y expuesta con los que se consideran los diálogos más rápidos y afilados de toda la historia del cine, se añade así el componente de una trama amorosa, del “recasamiento” de los protagonistas, una de las principales líneas narrativas de las comedias screwball de los años treinta y cuarenta. Este cambio de sexo y el aliciente romántico-erótico se conserva en la peor versión de la obra, Interferencias (Switching channels, Ted Kotcheff, 1988), sumando además la rivalidad amorosa del triángulo formado por Burt Reynolds, Kathleen Turner y Christopher Reeve que transcurre esta vez en el mundo de la televisión. Más solvente, a pesar de tratarse de un encargo que Billy Wilder encaró con cierta apatía y desgana, es Primera plana (The front page, 1974), que se beneficia tanto de puntuales añadidos de Wilder que dotan a la historia de un humor más negro como del protagonismo de Walter Matthau (Walter Burns) y Jack Lemmon (Hildy Johnson) en su vitriólico y desternillante retrato del mundo de la prensa y de sus relaciones con los poderes políticos.

17. Primera plana (página 9)

Una visión menos divertida y todavía más incisiva es la que ofrece Wilder en El gran carnaval: Charles Tatum, un periodista caído en desgracia debido a su adicción al alcohol (impresionante Kirk Douglas) se ve obligado a trabajar en un pequeño diario de Nuevo México; cuando un minero se queda atrapado en un túnel, Tatum, con la connivencia del sheriff local, convierte en un circo mediático el drama personal de la víctima y hace un espectáculo de la operación de rescate, la cual retrasa y condiciona en la medida de la necesidad del mantenimiento del interés periodístico de sus reportajes. Tatum engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, no oculta su naturaleza vil, mezquina, cruel y despreciable. Tal vez por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza, volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. La crítica y el público reconocían y se reconocían en el egoísmo y la ruindad de Tatum, y no les gustaba verse reflejados en el espejo que la película ponía ante ellos. Lo que no entendían era que el protagonista no intentara camuflarse, que se mostrara tal cual era, que no simulara ser alguien respetable, veraz, digno y decente, como en teoría son los “caballeros de la prensa”.

De El gran carnaval cabe extraer una inquietante lección acerca de si el periodismo poco a poco no habrá empezado a parecerse demasiado, en cantidad y calidad, al peor periodismo de las películas.

18. El gran carnaval (página 10)

(artículo originalmente publicado en la revista Imán, de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2015)


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