Luisito era el niño bueno de la cuadra. Al que le confías ciegamente alimentar el perro y cuidar la casa cuando te vas de vacaciones. Cuando iba a Misa, ofrecía generosas limosnas -en la medida de sus posibilidades infantiles- y no se limitaba a darle la Paz a quienes se encontraban a su alrededor, sino que también se movía hasta donde estaba el Padre para saludarle cariñosamente. Orgullo de su padre y su madre, nunca molestó a su hermano menor que a su vez, lo veía como su héroe personal, su constante modelo a seguir.
Creativo e inteligente, su vida académica desde el principio no fue sino intachable. Modoso y responsable, su madre nunca le recordó hacer las tareas. En el colegio fue eterna referencia de comportamiento y buenos modales, salvo un penoso incidente con un disco de John Denver durante una formación después del recreo en sus años de adolescencia rebelde. Alumno 10, a pesar de todo su tesón y perseverancia nunca llegó más alto en el Cuadro de Honor por culpa de la mafia Tobías-Márquez, que se compartía los lugares más altos del pedestal.
Ya universitario cultivó un sin número de inseparables camaradas, que le ayudaron a torear las desdichas del exigente régimen de la formación personal. Siempre apegado al marco de las leyes, nunca tuvo licencia, cédula de identidad, certificado médico o carnet vencido. Cuando tuvo carro, era blanco de miradas secas y corneteos incesantes al ser el único detenido en el semáforo en rojo. Destilaba una maliciosa satisfacción de vez en cuando, al no dejar pasar primero a la gente que adelantaba la cola por el hombrillo de la autopista.
Luisito aventurero y adaptable partió un lunes de Maiquetía. Dejando todo atrás, se fue lejos hacia el norte, donde conoció la nieve. Había escuchado que la puntualidad era importante en esas latitues y desde ese momento, llegó a donde iba con cinco minutos de antelación. Al atravesar las calles, siempre por el rayado. Los pagos de la tarjeta de crédito, siempre a tiempo.
Un buen día de otoño, tuvo que mudar su residencia y para facilitar la mudanza, alquiló un carro para transportar sus peroles y cachivaches del que fue su apartamento a su nueva casa.
Fue la noche de la mudanza cuando Luisito tuvo una visita inesperada del destino: Cuando hubo mudado todo, aparcó el vehículo en la calle sin percatarse inocentemente de los horarios en los cuales estaba prohibido.
A la mañana siguiente, campante y risueño se levantó de su nueva cama y tras alistarse rápidamente, salió al encuentro de una calle donde no había carro alguno estacionado. Extrañado y asustado, realizó la llamada a Tránsito donde le informaron que el vehículo yacía aparcado plácidamente en un estacionamiento de la ciudad desde poco más de las 7:20 am.
Con nerviosismo e impaciencia, esperó al tranvía que lo llevó a la calle citada. Corrió entre mares de ejecutivos somnolientos y edificios legañosos. Corrió con todas sus fuerzas para evitar tener que pagar un día adicional de alquiler que se haría efectivo a las nueve de la mañana.
$60 de multa + $136 por el amable servicio de grúa + $24 por dos horas de estacionamiento.
Una multa. Su primera multa. Luisito sucio e impúdico, inmoral y desfachatado, indecente y procaz. Una multa y la vergüenza se apoderó de su alma cual posesión diabólica.
Luisito vivió esos últimos días en Canadá con miedo. Cada noche, sudando copiosamente en febril calentura, imaginaba que cuando lo encontrara la migra y lo detuvieran, el oficial no iba a decir "Déjenlo ir. Su hoja de vida está limpia." sino "¡Al calabozo! Que el Pequeño Jimmy lo haga su esposa."