El año 1346 un mal terrible se extendió por Asia.
Fueron muchos meses de muerte que pasaron desapercibidos en la Europa medieval.
Dos años más tarde, arriban silentes barcos a los puertos de Mesina, Venecia, Marsella o Génova cuyos tripulantes están ya enfermos o muertos. Provienen de ciudades genovesas asediadas por ejércitos mongoles. Y unas escurridizas y pequeñas ratas oscuras desembarcan, sembrando una ponzoña para la que no hay cura ni estamos inmunizados.
La rata negra procede de la India y está acostumbrada a los climas cálidos; sin embargo, en el refugio de los hogares europeos las ratas (y sus pulgas) sobreviven, y en las grandes ciudades las mujeres, ocupadas en labores domésticas, fueron víctimas propiciatorias del mal que portaban.
La pulga está siempre hambrienta. Y en un ambiente insalubre ratas enfermas y pulgas infectadas proliferan.
En 1348 una muerte repentina, como nunca se ha visto, asola el continente. Es la famosa peste negra. Los hijos asustados abandonan a los padres enfermos y, contraviniendo la naturaleza misma, los padres abandonan a los hijos. Los médicos desatienden a las víctimas e incluso los sacerdotes se niegan a ofrecer el alivio de la extremaunción. La situación es tan grave que los obispos permiten que los familiares practiquen este sacramento por sí mismos. Esta vivencia nueva de la fe, más personal, sin la intermediación del sacerdote, será uno de los caldos de cultivo del protestantismo.
El rey francés Felipe VI acude a la Facultad de Medicina de la Sorbona, una de las más prestigiosas del mundo, para que aclarare en lo posible las causas de lo que parecía el fin del mundo. Los doctos profesores presentaron su dictamen: una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345, había elevado las temperaturas y emponzoñado el aire.
Sin embargo, sí se observan unas pautas que ayudan a luchar contra el mal. Nadie relaciona el contagio con la picadura de las pulgas, pero hay profesiones más propensas a contraer el mal; como los comerciantes de paños. Las vestiduras parecen transportar la muerte, y en algunas ciudades los viajeros debían desprenderse de sus ropajes y sólo se les permitía entrar después de vestirse con unas ropas nuevas prestadas por la propia ciudad. Se queman las ropas de los muertos.
Es curioso que nadie acabase de ver la relación entre ropa, pulga y peste. De hecho, habrá que esperar a principios del siglo XX, cuando se pusieron de moda los abrigos de piel de marmota de Manchuria (volvemos, pues, al origen). Miles de cazadores inexpertos se dedicaron al lucrativo negocio de atrapar a los roedores, especialmente a los más débiles por enfermos. Con ello incumplían una tradición centenaria de los cazadores expertos: “nunca se caza a una marmota enferma”.
Al poco, una epidemia de peste bubónica mató a 60.000 personas. Diez años antes, en Francia, se había descubierto el bacilo causante de la peste.
Los médicos medievales formularon las hipótesis más peregrinas; creían que la peste se debía a los vientos cálidos que provenían del sur. Se recomendaba aspirar el olor de maderas aromáticas o, por el contrario, el olor pútrido de las letrinas públicas; toda actividad física implicaba un mayor consumo de aire, y por tanto era peligrosa. También se le echó la culpa a los judíos, que envenenaban las aguas.
Hoy en día se discute lo que realmente sucedió en la Europa del siglo XVI. La velocidad de propagación del mal, su rapidísima expansión, más parece obra de un agente infeccioso, como una gripe, la viruela o una fiebre hemorrágica. Se han encontrado restos del bacilo de la peste en cadáveres de la época, y los síntomas son inequívocos, especialmente con la peste bubónica; pero en otros cadáveres no hay indicios de bacilos. Algunos especialistas defienden la idea de que no hubo una sola causa que explicase el desplome demográfico, sino una desgraciada concatenación de enfermedades que se cebaron en una población desnutrida y débil.
Pero hay más: la Peste Negra esconde un enigma. Si observan el mapa que aporto, observarán que hay dos zonas en concreto en las que no se dieron casos de peste, o fueron muy raros. Hablamos de la ciudad de Milán y de un área muy concreta del occidente pirenaico. Estos dos lugares fueron refugios situados en medio de zonas con una altísima incidencia, oasis que se salvaron de horror ¿Por qué?
Insisto, no lo sé. En lo primero que pensé fue en la endogamia vasca, que se manifiesta en un índice inusualmente alto del factor RH negativo en la sangre. Vascos y judíos son los únicos de los grandes pueblos occidentales que mantienen rasgos propios en su genotipo. Pero la zona no coincide exactamente con las vascongadas. De todos modos, es una idea que dejo en el aire.
La peste nos cambió, alteró las estructuras sociales y derrumbó todo el armazón feudal. Los que sobrevivieron transmitieron un sistema inmunológico más fuerte, que nos ayudó a soportar otras pandemias. “Lo que no te mata te hace más fuerte”, dice el refrán. Y es cierto.
Los investigadores han estado buscando claves genéticas en la supervivencia, herencias en nuestro sistema inmunológico que se han transmitido a lo largo de los siglos. Es una tarea difícil, por aquello de que los humanos tenemos la costumbre de emigrar y no parar demasiado quietos. Sin embargo, un hecho asombroso acaecido en una población de Inglaterra del siglo XVII nos ofreció las pistas que necesitamos.
Es el increíble ejemplo que nos ofreció el pueblo de Eyam, en Derbyshire. Su historia merece ser recordada.
No se podía hacer demasiado: Eyam estaba infectada.
El pueblo, en vez de dejarse llevar por el pánico, se reunió en mayo con el reverendo Mompesson y el ministro puritano Stanley y acordaron un plan de acción. Había que frenar la enfermedad en Eyam, y la única manera era aislarse del exterior. Además, los vecinos redujeron al máximo el riesgo de contagio: los familiares de los muertos enterraban a sus víctimas, y las misas se celebraban al aire libre, para que pudiesen estar separados unos grupos de otros. Durante 16 meses Eyam se encerró en sí misma para proteger a las poblaciones vecinas.
Pasado ese tiempo, entraron las primeras personas del exterior. Se encontraron con un paisaje desolador: el pueblo contaba con 350 habitantes, y sólo habían sobrevivido 83. Pero en toda la comarca de los alrededores no hubo ni un solo caso de peste. La valentía de las gentes de Eyam había conseguido frenar la propagación de la peste.
Los genetistas del siglo XXI están estudiando a los descendientes de los 83 supervivientes de Eyam. Han descubierto en muchos una mutación genética conocida como “Delta 32”. Es una mutación que, en su forma heterocigótica (con sólo una copia mutada), se encuentra en un 20% de los europeos. Sin embargo, en el resto del mundo es una mutación muy rara. Los genetistas han rastreado el momento en que se produjo esta mutación: hace unos 600 años. Sobre el 1.400.
Lo asombroso es que estudios recientes han demostrado que esta mutación implica una menor incidencia del virus del SIDA. En el caso de los homocigóticos (un 1%) al parecer son inmunes a contraer la enfermedad.
Espero que, si nos toca pasar por algo así, demostremos estar a su altura. Porque nosotros sí tenemos muchos más conocimientos sobre la enfermedad, vías de contagio y hábitos de higiene. Porque tenemos un sistema de salud pública que nos protege.
Porque ¿saben? La mayor pandemia en términos absolutos se dio en el siglo XX, en 1918, con 100 millones de personas muertas de gripe.
Es algo que conviene recordar. Puede volver a pasar. Conservemos la calma y cuidemos los unos de los otros. Confiemos en la sensatez que transmitan nuestros dirigentes políticos...
... y sí. Yo también me estoy acordando de la reciente crisis del ébola.
Antonio Carrillo