Es curioso caminar casi flotando por los largos y estrechos pasillos del mundo real cuando aceptas que la mayoría de seres humanos que pasan por tu lado son sólo sombras inertes o muertos que nos mienten al afirmar que están vivos como malos actores en medio de su peor interpretación. Los miras a los ojos, sonríes, te asomas a su abismo, les dices “adiós” con la mano abierta y saltas al siguiente precipicio con las mismas ganas con las que un niño sale al recreo después del comedor.
Es curioso volar a cien metros de distancia del suelo y contemplar con la mirada achinada que en cada esquina hay a dos o tres muertos hablando de banalidades y juzgando con murmullos pero que no saben que están muertos. Acechados por la ignorancia de quien no huele a la muerte, de quien no sabe que la muerte les llegó mientras parían, defecaban, comían o practicaban sexo. Murieron y la inconsciencia los desbordó hasta tal punto que viajan con nosotros en el metro pero no se dan cuenta del hedor y pestilencia que desprende su piel putrefacta. Su piel de muerto.