Nuestra actitud respecto de lo construido es dual. Por un lado lo usamos, y este uso tiende a banalizarlo, a hacerlo desaparecer. Por otro lado lo valoramos, viéndolo en perspectiva, descontextualizándolo y permitiéndolos apreciar sus valores representativos, estéticos, arquitectónicos.
El equilibrio de las dos actitudes es dinámico, y oscila entre dos extremos consistentes en la vulgarización de un edificio hasta la total desaparición de sus valores en medio de un magma de reformas anodinas y degradación y en su sacralización y muerte cuando se convierte en un monumento a sí mismo en forma de museo.
En Almazán existe una iglesia de 1987 que está a punto de desaparecer, totalmente olvidada.
Está construida en la zona más poblada de la ciudad, entre las estaciones de tren y de autobús. La plaza de toros y uno de los colegios más grandes del municipio están a pocos metros. Adyacente a ella existe un parque infantil, ahora vallado para que los niños no resulten heridos a causa de la proximidad de tal amasijo de hierros retorcidos y oxidados y de cristales rotos. Decenas, quizá centenares, de ventanas miran directamente a estas ruinas. Nadie parece verlas. Los habitantes del lugar pasan por su lado sin notarlas, bajando la vista, ignorándolas completamente. Hay odio al edificio.
Esta iglesia es una de las obras de arquitectura más potentes construidas en España en los últimos veinticinco años.
Su autor es Javier Bellosillo, arquitecto muerto en 2004 a los cincuenta y seis años. De ascendencia soriana directa. Hijo, sobrino y hermano de arquitectos notables, con obra de calidad construida en la provincia.
Bellosillo es autor de una obra rara, diferente. Un creador genuino, original, de poca obra construida, casi toda ella desconocida: suyo es el acondicionamiento de Santa María del Real, en Nájera, como museo. También es autor de unas viviendas sociales en Guijuelo, de la sede de la FORTA, del CNIC (el Centro Nacional de Investigación Cardiovascular, dirigido por Valentí Fuster), y, con su hermano Luís, del excepcional conservatorio de Majadahonda.
La iglesia de Almazán es una de sus obras mayores. Se encargó de ella des de sus 34 a sus 40 años. Dejó dibujados un número indeterminado de planos, que podría fácilmente exceder los dos mil, para su definición. Para entender lo que esto significa basta centrar nuestra atención en una obra de tamaño parecido, Nuestra Señora de lo Más Alto, en Ronchamp, de Le Corbusier, obra cumbre del Movimiento Moderno. Se definió con algo menos de ochocientos planos, un número considerado altísimo para una obra de estas características. El tour de force que significó tan sólo la génesis de esta iglesia es ya una historia que merece ser contada.
Es imposible entender este edificio sin conocer la historia reciente de Almazán. La ciudad, la segunda en importancia de la provincia, tiene un centro histórico de buen tamaño semiabandonado hace años.
La población del municipio se ha trasladado extramuros, al este, reubicándose entre la carretera de Soria a Medinaceli, tangente a las murallas, y las vías del tren. A norte sigue tangente al Duero. A sur no tiene límites definidos, y en este magma de terreno han aparecido edificios demasiado separados, demasiado altos, servidos por avenidas demasiado anchas que a veces se estampan contra alguna parcela no expropiada todavía, ahora en ruinas, dejando sus medianeras de adobe al descubierto.
Las tiendas del centro han cerrado. Muchas casas se han caído. Las nuevas ofrecen estabilidad y persianas de PVC. No tienen equipamientos cerca, ni cohesionados ni organizados de algún modo que ofrezca presión urbana.
Es en medio de esta desolación que Francisco Bellosillo, el padre del arquitecto, recibe el encargo de construir una iglesia que ayude a dotar de identidad al sitio. Empezará a trabajarla en compañía de su hijo de 34 años, y seguirán juntos hasta su retiro. Javier tomará toda la responsabilidad. Como acto fundacional, rebentará el proyecto, consistente en una iglesia muy grande, más a la escala de los bloques de viviendas que le crecerían a sur, en seis piezas y el vacío que las organiza. Cuatro de ellas son edificios: una iglesia, una capilla, una sala para niños, una rectoría. Dos más las organizan: el campanario y un puente de acceso, centro de la intervención.
Los edificios se diseñan polivalentes: la iglesia es un salón amplio que invita al debate y a la discusión. La capilla semeja un pequeño auditorio. La sala de los niños invita a la enseñanza informal. El entorno, paseable, a escala humana, con caminos ceremoniales intersecados por pasajes más prosaicos. Rincones por doquier. Cipreses.
Cada una de las piezas adopta una forma primaria y juega con las otras como un bodegón cubista: el cilindro, la pirámide, el cubo, el plano. Las escaleras hacia el cielo. Juega, también, con los símbolos: la iglesia es un silo que conserva la vida. Es una urna funeraria. Un lugar de recogimiento. La capilla es una pirámide, un espacio de respeto, cámara secreta, vacío activo. La escalera lleva al cielo, se tira sobre el puente de acceso. Del centro a cualquier lugar.
Los detalles lo trascienden todo: El cilindro no toca el suelo entero. El cubo no tiene esquinas. La pirámide no tiene base. Sólo tres materiales: cristal, metal, hormigón. El hormigón, encofrado a tablilla, aparece tatuado por las ventanas, por los goterones, por canales de desagüe a modo de gárgolas sobredimensionadas trabajadas con un grueso imposible. El metal se dobla sobre sí mismo tres y cuatro veces, trabajado a una escala casi inapreciable. El cristal, siempre transparente, trabajado al límite de su resistencia: carpinterías en esquina, paveses montados directamente en el hormigón, lucernarios planos: cada centímetro está pensado, trabajado, dibujado una y otra vez.
En suma: el complejo parroquial será una representación construida de la etimología de la palabra “religión”. Un espacio que ata no tan sólo sus diversas partes entre ellas, si no el pueblo con su función, la representatividad con el uso, los dos lados del parque, lo sagrado con lo profano. Es un juego de relaciones que van de lo más prosaico a lo más trascendente, dinámico, rico.
El edificio no llegó a cuajar jamás. Precariamente colonizado durante un año, se abandonó primero, se vandalizó más tarde y acabó vallado, despojado de todo lo que no es estructural, en medio de un paisaje de hierbajos, de jeringuillas, de gatos muertos, de silencio. Recibe visitas fantasmales prácticamente a diario, como lo demuestra la fecha de la basura tirada por el suelo.
Todo esto sucede en la zona más poblada de Almazán.
Siempre tuvo problemas constructivos. ¿Qué prototipo no los tiene? Goteras. Como en los comics de Mortadelo y Filemón, encender un interruptor podía significar el electrocutamiento del que lo hiciese. Dentro siempre ha hecho frío. Frío de verdad.
Las goteras se reparan. Más teniendo en cuenta que el arquitecto sobrevivió 17 años a su edificio. Para las instalaciones eléctricas están los lampistas. Para el frío, las estufas. Y más: en cualquier iglesia románica hace frío. En muchas hay humedad. Pero todo esto no es relevante. Sí lo son los prejuicios. Sí lo es el único problema serio que tiene el edificio: la falta de escala respecto de las enormes torres que le crecieron a sur. Lo son los referentes complejos, muchas veces duales, alejados temporal y culturalmente del imaginario de un pueblo capaz de aceptar iglesias mozárabes por el mero hecho de ser antiguas por encima de las últimas tendencias de un creador constituido en escuela de un solo hombre ya a los 34 años.
Que este edificio esté abandonado, que se vaya a tirar, es preocupante. No tan sólo porque vaya a desaparecer algo único. Lo es, también, porque demuestra la volubilidad de la opinión pública respecto del patrimonio construido.
Contra esto no hay soluciones mágicas. Sólo sé dos cosas: constituir una ONG para salvarlo sólo indica indigencia cultural, poco amor de quien realmente debería preocuparse de la buena vida de este edificio: sus vecinos. Su municipio. Sus habitantes y usuarios.
La segunda cosa que sé es que ya vamos sobrados de museos. En Soria mismo no hacen falta muchos más: basta con cuidar y potenciar los que ya existen. No podemos matar todos los edificios representativos simplemente mostrándolos como una ficción del pasado sólo apta para turistas despistados a la espera de precios más bajos en cualquier otro lugar.
El patrimonio debe de ser usado, mantenido aún a costa de paredes rayadas o de algún cristal roto de vez en cuando. De nuevas manos de pintura, de reformas respetuosas cada diez años.
Termino. La iglesia todavía existe. Su estructura está intacta. Los elementos perdidos son recuperables. Existe la familia del arquitecto. Existen compañeros suyos, gente que lo conoció, que trabajó en el edificio, y están perfectamente capacitados para su restauración. Sabiendo esto, que hagan lo que quieran. Lo siguiente en caer puede ser Santo Domingo, San Baudelio, el Prado o la Pedrera. De esto a una lobotomía hay poca distancia. Así que adelante.
PD
No todo está perdido. Terminé este artículo el día ocho de febrero. El nueve, veinte personas, mayoritariamente sorianos y adnamantinos, visitaban la iglesia. Finalmente la sociedad civil toma cartas en el asunto, y el día diez se ha publicado una nota de prensa urgiendo a aplazar el derribo y abrir un debate sobre el futuro de la instalación. El resto está por escribir.