Las expresiones de malestar social son difícil, por no decir imposible, de pronosticar por cuanto obedecen a razones múltiples, acumulativas y subjetivas, a veces sin relación directa con la reivindicación que desencadenan, y escapan al análisis objetivo de los hechos y los contextos en que surgen. De ahí la súbita eclosión de una indignación y repulsa masivas que puede materializarse en actos de vandalismo o violencia callejera, en el apoyo a partidos extraparlamentarios o en el surgimiento de movimientos o fuerzas que la ira posibilita y alimenta. Y, en especial, por seguir cauces ajenos a las instituciones y la política convencional que han de encausar la participación ciudadana y canalizar sus muestras de confianza o desafección. Los grupos radicales de ambos extremos del espectro ideológico y los profetas del hiperliderazgo personal contrarios al “establishment” aprovechan estas explosiones de indignación popular, más o menos espontáneas, en provecho propio, intentando asumir una representación que no les pertenece y denigrar una intermediación de la que están o han sido excluidos. Utilizan o instrumentalizan las expresiones de desencanto social para cuestionar la política y el funcionamiento de la democracia representativa, sirviéndose de ellas no con ánimo de dar respuestas a las demandas de los descontentos, para las que siempre hallan “culpables” externos (los inmigrantes, el mercado, la Unión Europea, el capitalismo, el Estado de las Autonomías, etc.), sino para el acceso al poder e imponer regímenes ultranacionalistas reaccionarios, basados en el odio, la intolerancia y el sectarismo.
Las expresiones de malestar social son difícil, por no decir imposible, de pronosticar por cuanto obedecen a razones múltiples, acumulativas y subjetivas, a veces sin relación directa con la reivindicación que desencadenan, y escapan al análisis objetivo de los hechos y los contextos en que surgen. De ahí la súbita eclosión de una indignación y repulsa masivas que puede materializarse en actos de vandalismo o violencia callejera, en el apoyo a partidos extraparlamentarios o en el surgimiento de movimientos o fuerzas que la ira posibilita y alimenta. Y, en especial, por seguir cauces ajenos a las instituciones y la política convencional que han de encausar la participación ciudadana y canalizar sus muestras de confianza o desafección. Los grupos radicales de ambos extremos del espectro ideológico y los profetas del hiperliderazgo personal contrarios al “establishment” aprovechan estas explosiones de indignación popular, más o menos espontáneas, en provecho propio, intentando asumir una representación que no les pertenece y denigrar una intermediación de la que están o han sido excluidos. Utilizan o instrumentalizan las expresiones de desencanto social para cuestionar la política y el funcionamiento de la democracia representativa, sirviéndose de ellas no con ánimo de dar respuestas a las demandas de los descontentos, para las que siempre hallan “culpables” externos (los inmigrantes, el mercado, la Unión Europea, el capitalismo, el Estado de las Autonomías, etc.), sino para el acceso al poder e imponer regímenes ultranacionalistas reaccionarios, basados en el odio, la intolerancia y el sectarismo.