Debo de reconocer que me incluyo en el grupo –de escépticos- que receló de la fusión/absorción de la iluminativa Pixar por la mastodóntica Disney. Temía que la genialidad, la evolutiva imaginación de la primera quedará mermada por la clarísima vocación tradicionalista/comercial de la segunda. Años más tarde, a pesar de Brave, el último artefacto de la factoría del habitualmente genial John Lasseter, y sobre todo de Cars, tanto la primera como la segunda, los que recelamos podemos estar tranquilos. Me repito al volver a afirmar que los mejores momentos que he vivido en una sala de cine en los últimos años se los debo a Pixar. Por técnica, por atrevimiento, pero sobre todo por emotividad, la mágica animación de esta firma me ha proporcionado el inconfundible sabor del talento y, en multitud de ocasiones, de lo genial. Cualquiera de los Toy Story son deslumbrantes, aunque yo me decante por el tercero, donde millones de espectadores lloramos, tanto o más que nuestros hijos, cuando Andy se despedía definitivamente de su infancia, en esa maravillosa y lacrimógena escena final –en la que traspasa sus juguetes antes de ingresar en la Universidad-. Y qué decir de Up, que empleando un plano secuencia sublime te relata toda la vida de una pareja en menos de diez minutos. Y así podríamos seguir desgranando otros momentos Pixar, de cine en estado puro, de sensibilidad, de electricidad, de latido e inteligencia.
El Día de Córdoba