Mis estándares de pudor empezaron a relajarse a base de convivir con mi amiga la de Albacete que se dedicaba a pasearse por la casa cual Emmanuelle manchega sin importarle quién estuviera de visita. Estándares que acabaron hechos añicos el día que me convertí en madre y no acerté a vestirme en un mes.
El primer mes de La Primera me lo pasé en pelota picada porque cualquier prenda, por liviana y ergonómica que fuera, era un obstáculo insalvable en mi camino para atinar con el pecho en la boca del bebé. Mi madre, perturbada por mi recién adquirido afán nudista, ponía la bata de guatiné con mis iniciales bordadas a los pies de la cama para que las visitas no pensaran que no me vestía por falta de ajuar maternal.
Con La Segunda ya me puse el mundo por montera y me dediqué a pasear mis intimidades por bodas, supermercados y bares de alterne. En más de una ocasión un alma caritativa tuvo que recordarme que tras haber puesto la niña a buen recaudo se me había olvidado hacer lo propio con el seno pertinente. Nada de esto conseguía hacer mella en mí que vivía ajena al concepto de la vergüenza por torera que esta fuera.
Hasta que vino La Cuarta, muy dada a batir todo tipo de récords y plusmarcas, a sacarme todo el abanico de colores hasta el bermellón. Que la niña está algo asilvestrada ya lo venía yo avisando. En nuestro tortuoso periplo toscano a punto estuvo de hacer perecer a la abuela tigre del sofoco que le dio cuando, sita en un restaurante con una de esas codiciadas estrellas, decidió pasarse el risotto con verduras de temporada por el pelo después de engullir la mitad con las manos y dejar el suelo de piedra etrusca como si por allí hubiera pasado el desembarco de Normandía.
Pero nada hacía presagiar era el grado de bochorno al que me está sometiendo la criatura con ocasión de su escolarización. En este país que para algunas cosas es tan noño, nos obligan a adaptar a nuestros churumbeles a la guardería. Lo cual es estupendo siempre y cuando tus niñas no vengan adaptadas de serie como es mi caso. Las seños, que no se creen el grado de desapego de la desagradecida de mi hija, insisten con encono en que debo quedarme y adaptar a la niña que ayer no lloró más que cuando me obligaron a llevármela a casa.
Esta adaptación es una farsa absoluta diseñada para torturarme. Día tras día me obligan a ver como mi hija, la que yo creía un angelito pelín asilvestrado, es una salvaje de armas tomar. Lo mismo se lía a mamporrazos con el cucharón de madera , que se niega a que le cambien el pañal mientras se unta de pasta de dientes hasta el carnet de identidad. Con una mano le roba el plátano a la compañera de turno y con la otra le lanza el pimiento crudo a la cara a la profesora.
Lejos de sentarse tranquilamente a encajar formas como los demás se ha dedicado a aporrear la caja por negarse a tragar el héxagono por le agujero del triángulo. Visto que la caja no entraba en razón la ha estampado contra la pared y con las mismas se ha abalanzado sobre un compañero y le ha pegado un morreo que ríanse de Ava Gardner en sus mejores tiempos. Han tenido que intervenir dos profesores para apaciguar el arrebato amoroso que la ha poseído. Al menos la niña tiene buen gusto. El acosado en cuestión era, con diferencia, el más simpático de su maltrecha clase.
Que la niña requiere domesticación urgente no me cabe duda. Yo la llevo encantada, pero preferiría que no me obligaran a ser testigo de sus fechorías mientras intento no reírme y poner cara de madre concienzuda durante dos semanas.
Ojos que no ven…
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